jueves, noviembre 19, 2009

Cartas sin fechas

Quería que la visitaran, que alguien llegara y se llevara lejos toda su incompletencia; que alguien llenara el espacio vacío que quedaba detrás del refrigerador cuando acababan de hacer la limpieza en casa, necesitaba unas manos que hicieran más que secar sus platos luego de lavarlos, necesitaba alguien que fuera más que una palabra a tiempo, que un consejo, alguien que la sorprendiera, que la hiciera vivir; se sentía a la deriva, con el faro más brillante marcando su regreso a casa, y entonces el problema era el inevitable y dulce pensamiento de anclar en otros puertos. Necesitaba lo diferente que había encontrado pero perdido al buscar lo obvio, lo tranquilo y lo normal.

Lo buscaba por la mañana, al verlo despertar ahí a su lado, él se levantaba, le daba un beso pequeño -pequeñísimo ahora que lo piensa bien- en los labios, vivía con la hermosa pereza que sólo podía darle la costumbre y se iba, luego de desayunar algo propio o preparado por ella.

Y ella se quedaba en casa, esperando que la visitaran.

Daba vueltas en la sala buscando qué limpiar, algo que hubiese quedado con una capa de polvo, algo así como su vida, sólo que ese polvo no se lo podía sacudir. Se sentaba a ver un poco el pasado, sonrisas congeladas más claramente en el papel fotográfico que en su memoria, vestido de novia que aparecía de repente en sus manos y que luego, con el álbum esperando sobre la cama, doblaba con cariño y desencanto; y de vuelta a las fotos. Entonces la mañana que se consumía mientras ella hacía un esfuerzo por no conversar sola; idas y volvidas desde la cama hacia el televisor mientras cargaba el control remoto en la mano, tratando de recordar la última conversación que tuvo con el hombre que duerme a su lado, pero la última conversación en la que no fuera subestimada, una que no acabara con la eterna letanía de lo que pasa es que no lo entiendes o el tan natural nunca lo entenderás; pero no lograba recordarla y le hacía daño saber que la vida perfecta había opacado a la relación perfecta. Una buena casa, su juventud en unas cartas atadas con un cordel y un futuro vaticinado como el futuro ideal. Un presente con una relación exacta a sus sueños; pero el hombre de sus sueños lejos de la sombra acostada a su lado en la cama.

Cocinaba un poco o nada, su marido llegaba ya entrada la noche, y con el mismo beso de la mañana colgando de los labios la saludaba sin mucho afán; a veces hablaban, a veces no.

Cada paso lo daba entre el tedio de tener que besarlo con amor y la seguridad de tener su vida bajo control; cada paso era un caminar, optimistamente hablando, porque en su cabeza era retroceder, y no en el tiempo porque eso hubiera sido al menos algo diferente, sino retroceder hacia la nada. Y en esa nada estaba él y con él los días acarreados por años, iguales y predecibles: el ir y venir de una marea que no se alteraba ni con la luna ni con el sexo, las arrugas sumándose largamente en su rostro y la pasión muriendo de una inanición impensable años atrás, cuando sobre la piel aún flotaba ese deseo animal que ahora no era más que el fósil que daba cuenta de su existencia pasada. Día gris, día martes, día gris, día jueves, día gris, día sábado y, uno de esos domingos grises, una carta violeta que asomaba una oreja fuera del herrumbrado buzón más en desuso que su piel. Su marido hacía años que no recibía correspondencia, y las revistas de deportes las compraba en el kiosco junto con los cromos del álbum de turno; ella no recibía nada nunca, la única vez que había de hecho usado el buzón fue cuando su madre le escribió a la semana de estar viviendo ahí, luego de esa carta, la correspondencia se acabó porque ¿quién escribe cartas habiendo teléfonos, mamá?

La recogió y quiso abrirla enseguida, porque no llevaba marcado ningún remitente, pero entró en la casa sin pensarlo y con la carta en la mano luego de que él pasó corriendo a su lado esperando ver a su auquitas al menos marcar un gol; ¿cómo mierda se le ocurre a dios poner misa los domingos de fut? ¿Esperas una carta, amor? No, debe ser un catálogo o alguna… recién empieza el segundo tiempo, de puta madre.

Recién empieza el segundo tiempo decía su marido mientras ella subía las escaleras hacia el dormitorio y perdía un zapato en el camino, y rengueando deszapatadamente se sentó en el filo de la cama donde días antes y días después y casi todos los días se sentaba a oler su vestido de bodas, así se hubiese tratado de un remitente equivocado la emoción habría sido la misma, así hubiese sido algún bromista escribiendo groserías la excitación hubiera resultado igual, así no hubiera sido… querida Melissa, sé que no me conoces pero yo sí te conozco, y aunque todo con lo que empiece esta carta parezca cliché –¿qué significaba cliché? Ya lo había oído antes en la tele- oye Beto, qué significa cliché, gritó sin respetar el fútbol- y luego de un silencio que en principio atribuyó a la expectativa del gol, oyó un –es una de esas cosas que se dicen siempre y se repiten y se repiten para conquistar a una mujer, o algo así- ah, ya, gracias -y aunque todo con lo que empiece esta carta parezca cliché debo decirte que desde el primer momento en que te vi me enamoré de ti, ahora te preguntarás cuál fue ese momento y tratarás de hacer memoria -y efectivamente así lo hizo aunque carecía de sentido con tan pocos indicios- y te preguntarás ¿cómo sabe lo que voy a pensar? Y para responderte ambas inquietudes he de contarte que te he seguido desde hace muchos años sin atreverme a hablarte, y de hecho aún no lo hago porque hablar es hablar y esto que estás haciendo es leer, pero sí, te he seguido he visto cómo caminas, cómo reaccionas en momentos de tristeza de alegría y de aburrimiento, y quiero hacer hincapié en lo del aburrimiento, te he visto durante años cargar ese bulto que dice ser tu marido, ese ya medio panzón y medio completamente insípido, ese que seguramente dejó de ser tu príncipe azul hace mucho tiempo y que ahora es más bien el ogro que custodia tu castillo, y perdóname el atrevimiento con el que te escribo, sé que no tengo ningún derecho a juzgar sin conocer a opinar sin haber vivido lo que tú has vivido, pero es que es tan claro, tus ojos apagados y sin vida, tu vida con pocas sonrisas, tu sonrisa sin alegría tu alegría sin sinceridad y tu sinceridad sin oídos prestos a escucharla, y entonces es cuando maldigo la suerte de encontrarte tarde –dónde me habrá visto, pensó y arrugó la carta con miedo y la tiró en un rincón- gol la gran puta goool -gritó abajo el bulto-goool, ahí tienen por chimbadores chugcha- y en la habitación la carta desarrugada de nuevo en sus manos... maldigo la suerte de encontrarte tarde –pero dónde me encontró- maldigo el momento en que entraste a la iglesia con él, maldigo todo lo que tiene que ver con no haberte visto antes con no haber notado tu presencia con no haberte escrito antes, maldigo todos los antes; y ahora aquí habiendo confesado mi amor y estando completamente a tus órdenes me despido dejándote mi nombre, que mientras dure mi vida será lo único que podremos compartir. Siempre tuyo, desde las sombras… Omar Tonobec.

Omar Tónobec, repitió en su cabeza, Omar Tónobec de la iglesia, y qué ganas de preguntarle a su marido si conocía a algún Omar, pero él tenía la memoria más terrible del planeta, y lo sabía ella que lo había vivido durante tantos años, -tanto tiempo perdido- dijo en voz alta y sin notarlo y lo repitió al guardar la carta en su vestido de domingo y quedarse dormida totalmente vestida.

A la mañana siguiente se decidió a escribirle de vuelta, y pensó que el razonamiento más lógico era dejar la contestación en el mismo lugar donde había aparecido la carta, en el buzón, y le escribió algunas líneas tembleques: que sabes que estoy casada, que es un imposible el sentimiento que le había confesado, y la carta a la basura, querido Omar, pero yo no lo quiero, y la carta a la basura, Estimado señor, pero era demasiado parco para los sentimientos de emoción que él le había despertado, y el basurero lleno luego de varios intentos por demás fallidos de contestarle; al final del día había logrado reunir apenas cinco líneas de una carta que se aferraba a la posibilidad de ser tan ambigüa que lo desilusionara y tan directa que lo mantuviera atento a responder: Querido extraño, le digo querido porque su carta merece algún tipo de retribución amistosa, mas no porque haya cariño; le agradezco la atención que me ha puesto durante tantos años, pero yo tengo un esposo al que tengo que respetar y amar, así que lo mejor es que se olvide de sus sentimientos, yo seguiré yendo a la iglesia porque soy muy devota y creyente del señor, si usted también lo es, seguro entenderá mi posición. Un atento saludo: Melissa DE Sarmiento.

La noche trajo consigo a su esposo y lo recibió con un beso más cariñoso que de costumbre, él la miro extrañado, pero no dijo nada y mientras ella terminaba de hacer la merienda, entre las papas, la carne el arroz y la menestra había olvidado por completo el incidente de la carta. La mesa de siempre, los platos de siempre, el esposo de siempre, que la amaba y respetaba y nunca había dado muestras de ningún interés en especial más que el de mantener la casa y mandarles el dinero a los hijos que estudiaban fuera, las mismas manos de su esposo agarrándolos para comer y el tedio volviendo otra vez y ella misma deseando que viniera otra carta, pero esta vez con su nombre en ella, a dormir temprano querido esposo como tan predeciblemente lo había hecho a diario durante toda su vida y a salir al frío de la noche Melissa a encontrar su nombre estampado, con letra escrita a máquina, en el frente de la carta. Adorada Melissa, Dios nos mandó a este mundo a amar, no podemos pasar por él sin haber amado de verdad, sé por su carta que sus sentimientos hacia mí existen, y aunque sé también que no logra ubicarme en su memoria quiero decirle que estaré ahí cada domingo en la iglesia, para verla y amarla desde lejos, cada día desde hoy le escribiré cartas interminables que estoy seguro contestará, porque así como yo siento esta emoción en mi pecho sé que debe sentirla usted también y tal vez más fuerte y más oculta, porque usted no me conoce. Las cartas fueron y vinieron durante meses mientras Melissa sentía que el sexo programado con su marido para los miércoles de cada semana era cada vez menos satisfactorio y mientras un extraño sentimiento crecía en ella cada vez que iba de la casa a la misa y lo buscaba aunque jamás lo había visto, obedeciendo a descripciones físicas cada vez diferentes, ahora rubio, luego moreno un domingo gordo y otro flaco y un domingo de esos la carta en el plato de las limosnas, con el color púrpura correspondiente, y su nombre en ella, su mano tomándola sin pensarlo y Roberto mirándola largamente, era una contribución especial Beto, que yo había hecho en estos días, pero le he mandado en un sobre con nombre y seguro el padre Octavio me la devolvió por eso, y la mirada de incredulidad de regreso a casa, el fútbol que no alejaba las inquietudes de la cabeza de Roberto.

Y: Amada Melissa ambos sabemos que nuestro amor merece ser, merece vivir más allá de los convencionalismos de un matrimonio, he decidido que nos veamos, que cumplamos nuestra misión sobre este mundo, que nos amemos sin importarnos nada y que me permitas pasar el resto de mi vida contigo; y he pensado también en lo que me escribiste hace poco de la póliza de ahorros a tu nombre, esos ahorros que tu esposo ha estado acumulando durante años para su retiro juntos, he pensado que ahora será para nuestro retiro juntos, lo pensé porque me lo propusiste como un juego, pero el juego en nuestras mentes ha crecido hasta el punto de hacerse insostenible, ahora no nos queda más que cumplirlo, que obedecer a nuestros corazones, ahora ya no lo veo como un juego, quiero liberarte de él, que vuelvas a amar, que vuelvas a sentir una piel nueva, nuevas sensaciones y que vuelvas a sentir la seguridad de no estar con él, que aprendas a amarte tanto como yo te amo, quiero enseñarte el camino de la felicidad y…

El cianuro venía en un sobre más pequeño dentro del acostumbrado sobre morado, y sobre este estaba dibujado un corazón cruzado con una flecha en el que se leía Omar y Melissa… quiero enseñarte el camino a la felicidad y liberarte de tu tristeza, prometerte una vida que de aquí en adelante sólo podrá hacerte sonreir… 1,5 gramos disueltos en el café; Roberto mirando la taza y un “a tu salud” y un largo trago que llegaba antes de la comprensión, odio los “antes” dijo Roberto mientras sacaba una última carta de su bolsillo, una carta rosada, con una hoja en su interior llena de anagramas y uno en especial encerrado en un círculo con tinta roja:
Omar Tonobec= Con amor Beto

Y las otras hojas, cuatro hojas escritas impecablemente a máquina, que Melissa entre la bruma de sus lágrimas empezó a leer mientras el café y el cuerpo de su esposo se enfriaban en el suelo:

“Quería que la visitaran, que alguien llegara y se llevara lejos toda su incompletencia…”

martes, agosto 04, 2009

De vuelta al infierno

Debo decir antes que nada y por que la nobleza obliga, que nunca antes había estado muerto. Que dormido sí he estado, estuve más bien; pero la cosa es dejar claro este punto porque no quiero malinterpretaciones de ningún tipo acerca de mi estado: estoy bien, bien muerto. Que ¿cómo lo sé? Bueno, pues... pues, pues no es tan difícil darse cuenta uno de que se está muerto, uno está como flotando en un limbo, con las piernas y los brazos suspendidos, como flácidos, así como en la tele los astronautas en el espacio, cuando yo era niño; esas imágenes que me aterraban, esas, de estar flotando en gravedad cero sin ningún tipo de control y la certeza de que un agujerito en el traje blanco haría explotar las cabezas de todos, nunca se me olvidarán. Ahora que me fijo era muy aterrador todo cuando estaba vivo, cuando estaba niño, el recuerdo de estar jugando con algunas niñas en el bosque, sintiendo cosas extrañas bajo la luz ardiente de un reflector que mi padre había conectado luego de encontrar una extensión con la que me azotó por no quitarme rápido la ropa, por no empezar a tocar a mis amigos, por no entender los valiosos minutos de actuación y de cinta que se estaban perdiendo, y el recuerdo de mí mismo, desnudo, cargando la pesada cámara conectada con el cable que aún tenía rastros de mí, mientras él tomaba mucho y se desnudaba también, para darse la oportunidad de entrar en todas ellas, y las lágrimas. De ahí todo medio borroso. Una mierda de infancia, eso sí lo sé. Así que hasta cierto punto es como mejor que esté muerto ahora, todo oscuro, todo rosado, con un olor a sangre y a agua. Además es mejor aquí por que ya no tengo las cicatrices, las cicatrices psicológicas, dirán ustedes, pero no, esas no se borran nunca, yo hablo de las hendiduras profundas que me hizo mi padre con una navaja el día en que queriendo amarrarlo a la cama, para quemarlo y deshacerme de él de una vez por todas, se despertó repentinamente de su borrachera y adivinando mis planes cortó mi cara furiosamente, lo cual debo decir que no me detuvo, pues al final del día la casa ardió por completo con ese infeliz degollado dentro. Dicen que esas experiencias te marcan, y bueno, en mi caso fue todo muy literal. Cualquier cosa será mejor aquí, ¿habrá cielo o infierno?, siempre me lo pregunté, al menos voy a poder contestar una de las preguntas de mi vida, en la muerte, ¿no?, aunque suene paradójica la cosa.

También me pregunté la manera de juzgar a quienes fueron buenos y malos, yo creo que fui bueno; bueno para mi oficio, un bueno para nada decían mis compañeros en el cole, un buen espécimen de estudio decían mis compañeros de universidad al ver mi rostro desfigurado, yo creo que fui un buen amante, si entendemos al amor como una palabra en un espectro más amplio que el simple hecho de fornicar, yo amaba a las mujeres y ellas me amaban a mí en la mayoría de los casos, y en la minoría, bueno pues siempre había oportunidades para hacerme amar, un callejón oscuro, un pasillo abandonado, un aula vacía, piernas y piernas de hermosas estudiantes que me brindaban, con un poco de ayuda de mi parte, todo lo que yo les pedía. Y yo era bueno, claro, porque las dejaba ir, mi padre era malo, porque las mataba luego de.

Lo único que me asusta un poco es no estar muerto, ya he estado dormido antes, pero nunca tanto tiempo, podría estar en coma sí, podría, pero he sabido que los que están en coma escuchan algo fuera, algo como voces de gente, aunque a mí nadie me iría a visitar, dentro de lo normal, yo era catalogado como malo. Hay que aceptarlo, mi vida era una mierda, prefiero estar mil veces muerto que seguir entre los vivos. Todo en mí y todo lo que me rodeaba era triste y no quiero sonar como un personaje carloscuahutemocsanchesco al que le pasan todas las desgracias habidas y por haber, pero ¡maldita sea! Llegar todos los putos días a llorar a mi apartamento de tres por tres no era el paraíso, era un puto infierno. Lo bueno fue que me cogieron, yo quería que me cogieran, pero ninguna de mis mujeres hablaba, parecía que les gustaba ser violadas, hasta que a una le dio por contarlo todo, y luego llegó la policía, y luego el juicio mientras mi fama de violador se hacía extensa en los callejones de la cárcel, las violaciones nocturnas, por parte de los reos más duchos, que ajusticiaban buenamente mi comportamiento y el descubrirme rezando y pidiendo a un dios inexistente que me llegara la muerte. Y la muerte llegando una noche vestida de tenedor, encajándoseme en la garganta, dejando salir la tibieza de una sangre que me daba libertad, que me acercaba al paraíso de no estar vivo.

Y entonces esto.

La luz al final del túnel, la luz de la que todos hablan y mi entrada a un mundo nuevo, lleno de posibilidades, lejos de mi ira y de mi pasado. Pero en su lugar un mundo que se me antojaba conocido, un mundo lleno de aire, de voces, de luces, de manos gigantescas y de mi propio llanto frente a un montón de batas blancas y ese desvanecimiento de conciencia, ese olvidar todo lo vivido y lo morido, pero la certeza de que volvería a ser igual, las pinzas cortando el cordón y ese saber sin saber que estaba entrando al infierno, que estaba volviendo al infierno.

viernes, junio 19, 2009

El mundo de afuera

En los momentos de crisis,
Sólo la imaginación es más importante que el conocimiento.

Albert Einstein



La televisión encendida era hoy, igual que todos los días, su canción de cuna predilecta, no era que la disfrutara o la prefiriera sobre otros sonidos, pero cuando no hay más que escuchar se termina disfrutando lo indisfrutable.

El mundo en el que vivía era pequeño, y pequeñas eran sus pretensiones; en cuatro pasos llegaba de un extremo al otro si lograba salvar el único obstáculo que significaba para él la cama. Sí; sabía lo que era una cama, no así una camilla, la cual había escuchado mencionar alguna vez en una película, pero pese a repetirla diez y cien y mil veces revisando hasta los pixeles más escondidos de la pantalla, nunca había logrado ver una. Sentía gran curiosidad por ver una camilla. Ventana sí tenía, pero una con barrotes dibujada con tiza, arriba de la mesa dibujada con tiza que descansaba mansamente sobre una de las paredes de su cuarto. Un bañito, una alfombra y una puerta, estos sí reales; el baño para mear, le había dicho su padre; la alfombra para sentarse a comer y la puerta que se abría solo para que su padre pasara con la bandeja de la comida y la película de turno; nunca será una película mala, le había dicho cuando era un niño, siempre selecciono las mejores para ti, y le había revuelto el cabello con su mano gigantesca. Ahora, veinticinco años más acá, habiendo salido nunca de su mundo, notaba que trataba de traerle siempre historias en donde no hubiese muchas cosas nuevas, siempre la misma actriz o el mismo actor, siempre en pequeñas ciudades y siempre huyendo de asesinos implacables o catástrofes de inconmensurables dimensiones. Así es el mundo afuera, decía cada vez que entraba en su mundo de cuatro paredes.

Y eso me dijo el día en que, entrando a mi cuarto, caminó extrañamente tomándose el pecho y luego de dos pasos indecisos entre el ir y el venir, se desplomó sobre el filo de mi cama rompiendo sus costillas y escupiendo sangre sobre el piso ya salpicado por la sopa que me traía como todos los días. Luego mis lágrimas y mis vanos intentos por reanimarlo, así como lo había visto en las películas, golpeándolo en el pecho y besándolo en la boca, su partida inevitable que me llegaba para abrirme una puerta que ya estaba abierta tras su cuerpo endurecido por la muerte. También fue inevitable atravesar la puerta, encontrarme con lo que los actores llamaban sala, una gran sala, una gran casa, una cocina como cuatro de mis cuartos, y ventanas, ventanas de verdad, aunque tapiadas con tablones de madera; muchas latas por todas partes, latas de menestras, verduras, kilos y kilos de arroz, máscaras extrañas y el miedo de ver la puerta que daba a lo que debía ser la calle.

Fuera el mundo era real, no estaba lleno de asesinos como me había dicho mi padre, no había una amenaza latente de un holocausto próximo, el mundo estaba lleno de personas y no de personajes, todos más brillantes que en la televisión, más brillantes que en los videos; y el sol, el sol era cegador, implacable, y no el punto amarillo del tamaño de una moneda que veía en mi tele de diecisiete pulgadas. Había perros de diferentes tamaños y colores, paseando a sus dueños con una correa; personas que me veían como si yo viniera de otro planeta, o tal vez era yo el que los veía como si fuesen de otra galaxia, nunca había visto tantos tonos de piel en las personas, mirarlos a los ojos era perderme en un abismo, seguirlos era embriagante; y las mujeres no eran planas como en la pantalla, eran reales, sus senos parecían menos firmes de lo que yo recordaba, pero más grandes y provocativos y, ¿se encuentra bien? y más a mi alcance.

Era la mujer más hermosa que había visto en mi vida, seamos justos, era la primera mujer que había visto en mi vida, me subió en un automóvil y también resultó ser lo más emocionante de mi vida, las calles, las personas y los edificios incluso, pasaban a una velocidad impresionante, ella estaba emocionada casi como si pudiera ver desde mis ojos, pero eso era imposible, no podía ver a través de mis ojos, jamás entendería el placer de sentirlo todo como si fuera nuevo, el sentirlo todo por primera vez. Al llegar al albergue, así era como ella lo llamaba, habló con un tipo extraño vestido con corbata, le dijo algo sobre mí, que me diera ropa, que me cuidara que ella volvería; pero yo no me quería quedar ahí y se lo dije, le conté sobre la muerte de mi padre, sobre mi vida y mi encierro, quiso ir donde estaba el cuerpo, pero yo no sabía en dónde vivía. Tuvo pena, lo sé, y odié su lástima aunque fue esa lástima la que me llevó a su casa, y entonces ahí, casi nada; el contarle cómo me emocionaba ver un florero, las flores, los colores y las texturas, ella con su incansable lucha para entender un poco lo que yo le contaba, olores en la vida olidos, sabores jamás saboreados, cuerpos nunca tocados. Le hablé de la indolencia con que me parecía que vivían todos, su indiferencia hacia todo lo maravilloso que los rodeaba, ella me miraba como si yo fuese un loco, y tal vez sí estaba un poco desquiciado cuando llegando al borde de un clímax de sensaciones, me encontré desnudo y la descubrí desnuda sobre mí, diciéndome al oído que ella no era indolente, que podía sentir, que tenía piel, ojos, oídos y nariz, que le enseñara a sentir como yo sentía, que ella me enseñaría otras cosas, como esto, y como aquello; y con las acciones acompañando sus palabras me hacía esto y aquello y esto otro. Se podría decir que ahí es donde empieza la locura.

Me gustó tenerla, pero me gustó más aún el saber que nunca nadie más la iba a tener, saber que sus breves jadeos terminaron ahogándose en su garganta bajo el peso de mis manos. Cómo me habrá visto ella a través de sus ojos, me preguntaba mientras desprendía los últimos pedazos de piel o venas, o algo así, de sus globos oculares.

Pensé que dentro de su casa se vería todo diferente usando como un visor uno de sus ojos, pero no era así, se veía todo oscuro, sería porque esos ojos ya conocían todo lo que estaban mirando, así que salí a la calle a ver cosas diferentes y entonces escuché los gritos, y vi gente acercándose a mí con mirada de terror, y yo tratando de explicarles que no pasaba nada que al igual que vivir, morir también podía ser disfrutado, que tenía su encanto, y me reía, cómo no reírme, jamás había sido tan feliz en mi vida. ¿Cómo iba a lograr mi padre mantenerme alejado del monstruo de las películas si el monstruo siempre fui yo? ¡Fui yo!, ¡siempre fui yo!, gritaba mientras llegaba la policía.

Una ventana con barrotes en una de las paredes pareciera enmarcar para el que ve desde afuera, si es que alguien puede asomarse a mi ventana, el mundo en el que vivo. Es un mundo pequeño, y pequeñas son mis pretensiones; en cuatro pasos llego de un extremo al otro si logro salvar el único obstáculo que significa para mí la cama. La televisión está ahí, encendida, y mientras la estática espera pacientemente otro vídeo yo me siento a esperar también, disfrutando lo indisfrutable.

lunes, mayo 18, 2009

SINESTESIA

Empecé a asustarme cuando el cinco habló, lo estaba escribiendo y en vez de quedarse quieto ahí, como siempre, donde lo había dejado, empezó a moverse de una manera extraña: vibraba, saltaba y jugaba dando botes alrededor del uno; era un número cincuenta y uno perfecto hasta que al cinco le dio por bailar, sin embargo el numerito montado por el numerito, valga el juego de palabras, me hacía mucha gracia y hasta me ponía de buen humor incluso podría pensar que empecé a sentir empatía por él, ahí todo regordete sacando orgullosamente la panza me alegraba un poco el día. Ahora que, aceptando, a mis más de setenta y más, que los números no bailan, ni se retuercen, ni buscan caerles bien a nadie, hay que decir que me sentía bastante tonto moviendo mi lápiz al son de la música inexistente que marcaba el paso de mi nuevo amigo; evidentemente no se lo dije a nadie, ni a mi hijo que, acercándose como todas las tardes a ver cómo yo declaraba impuestos que ya no debía declarar, me preguntó el porqué de tanta alegría, solamente recuerdo cosas, hijo, le dije, y aunque se marchó mirándome extrañado, dejó el tema así. Cosa que yo no pude hacer.

Los números empezaron a desdibujarse frente a mí extrañamente, aquella tarde fueron los impuestos, pero luego también mi código de seguro social. En la cola de siempre, mientras esperaba la contribución del estado para mi persona, detrás de muchos, más ancianos que yo, la larga fila de caracteres que formaban mi trece cero nueve noventaicinco siete tres seis uno, se semejaba tanto y tenía para mí más valor aún que las carnes secas que tenían un turno para recoger su bono. Debo admitir que tuve un poco de miedo al ver a cada número tomar una postura ideológica acerca del dinero que recibíamos los ancianos, para mi suerte el cinco estaba ahí hablándome en su muy particular idioma de movimientos de cadera, contándome que todos los de su clase eran así, como los seres humanos, cada uno con su propia manera de pensar y de actuar, bastante resumida en un sistema decimal. Entonces me puse a analizarlos a todos, el dos era bastante retraído, y la cola avanzaba en el camino para cobrar mi plata, el seis súper bonachón, y una anciana se aburría y me cedía el puesto de mala gana, el cero un poco paranoico, pero el que más me llamó la atención fue el uno, porque su carácter era diferente al de los demás, era como el cinco, pero al revés, era malo, lo podía sentir, era muy malo. Aunque el uno me asustaba sobremanera, lo cual comenté con mi amigo cinco, lo nombré dos veces en la ventanilla que me recibía y pareció indiferente a que yo lo usara para cobrar mi dinero, que no me hacía ni más rico ni más pobre, pero qué más iba a hacer yo toda la mañana.

Las cosas no iban mal, aunque había empezado a darme más cuenta de muchas cosas que antes no percibía bien; por ejemplo, antes de cruzar la calle, veía el semáforo y el color rojo me gritaba detente no cruces con una voz autoritaria, y el verde me decía pasa tranquilo, y no era algo mental, porque de verdad tenían voces, los colores me decían qué querían, claro que tampoco es que escuchara muy bien, había perdido un poco el oído, pero sí escuchaba, ¡sí los escuchaba!, y entonces me descubría gritando en el medio de la sala, en casa de mi hijo mientras él intercambiaba miradas con su esposa, y eran miradas de preocupación, se preocupaban por mí, pero yo no me preocupaba por mí… me preocupaba por cinco, que…

-…el cinco está preocupado, nunca pensé que la senilidad llegara tan pronto, ni tan brutalmente, dios… y si es hereditaria, estoy frito.
-No creo que sea algo por lo que debas preocuparte ahora, querido.
-Puta madre, cómo no voy a preocuparme… lo que deba preocuparme, lo que deba preocuparme es también tu asunto, ¿no viste cómo el viejo estaba revisando sus putos estados de cuenta y sus impuestos de hace más de treinta años?, ¿qué no comprendes nada?
-Bueno, sólo quería que volvieras a la cama, no tienes porqué ponerte así.
-¿Es que de verdad no entiendes nada?, no te das cuenta de que…

¿De qué manera fui a parar ahí?, estaba dormido abrazando el boleto de lotería que terminaba en cinco y comenzaba en cinco y de repente estaba acá, cerca del umbral de la puerta escuchando cómo mi hijo gritaba en silencio, si es que eso se puede, y movía los brazos como desaforado, yo me asusté, me asusté mucho porque entonces comprobé cuán cierto era lo que los números me decían. Así que volví sobre mis pasos y me acosté nuevamente esperando nada más el siguiente día, con los ojos bien abiertos tal y como me lo aconsejaron y con las lágrimas contenidas por un boleto que nunca ganaría nada.

El otro día con sus buenos días papá, yo con mis cuentas y mi hijo queriendo saber cada vez el porqué de mi interés por las viejas facturas, los números bailando frente a mí y el uno cada vez más violento, perseguía a cinco por una extraña razón y mi amigo rehuía su compañía; yo trataba siempre de ponerlos separados, aunque a veces las cuentas me obligaban a tenerlos juntos. Deja esas cuentas papá y cinco confesándome su amor por seis, mi buena voluntad de dejarlos solos una tarde en un sesenta y cinco perfecto, sobre una hoja de papel como una cama para ellos, ningún número más antes o después, sólo ellos. Y esa caminata que me hizo ver más de lo que yo quería.

El hombrecito verde del semáforo saltando de su trono arriba de nuestras cabezas y caminando conmigo mientras me contaba del smog y del tránsito, y su pequeño tumor en el pulmón derecho, esas ganas de retirarse e ir a vivir a las montañas con la mujercita roja que trabajaba con él, yo nunca supe que el rojo era una mujer le dije, sus sueños de tener niños del color del arcoíris y mis lágrimas saliendo sin control, mi boca confesándole más de lo que debía; mi mujer era lo que yo más amaba, si hubiese tenido los recursos suficientes jamás hubiera muerto, pero sí los tenía, un imperio gigantesco construido desde que tenía memoria, pero nunca alcanzaba el dinero, mi hijo diciéndome que la muerte en su estado era inevitable, que no debería dilapidar toda mi fortuna tratando de salvar lo insalvable, pero sí era evitable, sí era salvable, el doctor me lo dijo, sólo hacían falta varios tratamientos más, tratamientos que pude haber pagado pero no pude, y ¿porqué no pudiste? me preguntó el hombrecillo verde; pues nunca lo supe, simplemente se me acabó el dinero y con él la vida de mi esposa.

Regresé a casa, más triste y más solo que nunca, caminé hacia mi silla y hacia mis cuentas y hacia mi amigo que a estas alturas habría disfrutado todo lo que a mí me fue negado. La gran mancha de tinta roja sobre el papel me sobresaltó, cinco estaba salpicado y lloraba en una esquina y seis… seis estaba, estaba muerta. Uno lo hizo, fue lo único que alcanzó a decir cinco. Entonces agarré cada cuenta donde encontré a uno riéndose, y con una indignación desbocada y con la única venganza que tendría sobre la muerte, empecé a gritar ¡Tú la mataste! Mientras tachaba todos los unos ¡Tú la mataste! Mientras veía a mi hijo entrar a la sala y taparme la boca ¡cállate, maldito viejo!, ¡cállate!, ¡la mataste!, y escucharlo marcar un teléfono sabiendo que era la oportunidad que había esperado tanto tiempo, ¡Tú la mataste!, y ver llegar al lechero que me metía luego en un camión acolchado. Y entonces la certeza absoluta de haber tenido el dinero para salvar a mi esposa y el único hijo que tuve, que ya jamás sería mi hijo de nuevo, sonriendo, el uno sonriendo mientras el camión de la leche me llevaba lejos del miedo absurdo de que descubriera lo que yo había descubierto ya.

viernes, febrero 20, 2009

Siempre Ana

Y ahí estaba su piel y yo preguntándome, ahora no recuerdo si en voz alta o para mi mismo, cómo podría describirla sin que pareciera papel, o cielo o nubes, o alguna común alegoría de amantes desentendidos. Y ahí estaba ella, y en sus ojos estaban todas, respondiéndome con una sonrisa a la pregunta que ahora me doy cuenta que hice. Las sábanas pegadas al cuerpo y su mirada mientras mis ojos buscaban el blanco del cielo raso y en qué piensas, pienso en cómo describir tu piel. Y su sonrisa. El ver su cuerpo perfecto y desnudo mientras buscaba su ropa interior y toda la parafernalia que acompañaba sus movimientos me devolvieron un poco a la realidad de que no fuera ella. Viéndola arrimarse la sábana que se ceñía como un vestido de rayas a su cuerpo, con ese pudor absurdo de guardar sus pechos y su pubis a mis ojos, viéndola caminar despacio, descubriendo, como quien no lo planea, uno de sus hombros y el inicio de su seno y el pezón que se erguía reclamándome, luego la luz amarilla del foco y ella desapareciendo dejando tras de sí esa línea horizontal bajo la puerta, no pude evitar compararla con Ana, con su falta de sexualidad casi infantil, con su papel higiénico en el velador y luego su mano limpiándose el vientre en el medio de la cama, limpiando todo el semen que pudiera haber manchado su colchón, no pude evitar comparar ese momento tan diferente luego del sexo, con ella no había caminatas sensuales rumbo al baño, sino ese acostumbrado silencio adornado con los mediocres suspiros afterparty, la caminata se convertía en un acompáñame y perdamos la magia, en un tengo que lavarme abre la ducha. Y sin embargo.
Ahora yo esperando a esa otra mujer desaparecida bajo un halo de luz amarillo, a esa otra mujer que minutos antes se había dormido sobre mi pecho sin importarle sus fluidos ni los míos, sin importarle el sudor ni el calor de mi cuerpo que debía parecer un horno, y yo sin poder evitar las comparaciones. No me toques que estás sudado o muy caliente o primero voy a al ducha o durmamos un poco. Esas malditas comparaciones porque maldita sea si la amaba tanto porqué hoy con otra y mañana con otra y pasado con otra, y la respuesta casi inmediata de un subconsciente cada vez más consciente, es que esta sí pero ella no, es que la de mañana me hace esto y ella no, es que la del jueves es más permisiva y ella no, y es que todas esas días de la semana se presentaban frente a mi sin ningún tipo de egoísmo, sin ese egoísmo para con ellas mismas por que por dios que buscaban complacerse, pero a mi también, a mi también querían complacerme, antes durante o después de ellas haber alcanzado lo inalcanzable. Y entonces el amor. Yo no amaba a ninguna, aunque ellas parecían siempre amarme, o tal vez era yo confundiendo esa entrega absoluta sin miramientos ni remordimientos, tratando de ponerle un nombre a ese ir y venir indistinto de sus cuerpos desnudos. La puerta abriéndose y en mis ojos uno de esos cuerpos, esos ojos grandes que antes y ahora y después me verían con deseo, la domingo tumbándose a mi lado y yo abrazándola, imaginando que sus pechos eran de ella, imaginando que su boca era esa ya tan conocida, cerrando los ojos e imaginándola conmigo, imaginando que su nombre era siempre Ana. Luego la ropa, un hasta pronto, llámame en plenilunio, la lluvia fuera en un día que prometía ser eterno, la llegada a mi apartamento, el escribir un nuevo cuento porque el cierre de la edición estaba cerca, inventarme entonces que no me iba nunca de la casa de mi amante de domingo por que ella me conservaba como un esclavo sexual, con ese gran grillete en el cuello, ese pesado grillete que acababa matándome cuatro páginas después, el nombre de la protagonista que llevaría a mis lectores hasta el final, nunca el nombre de la de turno sino el de Ana, porque rítmicamente funcionaba, porque luego era cuestión de reemplazarlo por otro que tuviera un tono parecido y porque la amaba, aunque ya nunca me hacía el desayuno, aunque la rutina se había apoderado de mi vida, aunque sobre esa pequeña línea que separaba al sexo del amor se mecía todo el desamor y el descuido que caben en diez años, era siempre su nombre, pero ella ya no pasaba en casa, como hoy.
La impresora con su ruido devolviéndome a la realidad de haber terminado de escribir, las páginas llenas de tinta y de historias absurdas y yo rogando que esta vez ella leyera el libro, que encontrara las coincidencias, descifrara los parecidos, uniera con cabos esas pequeñas fronteras que separaban mi realidad de mis cuentos; otra vez yo esperando que ella completara un rompecabezas sin la foto de la caja y otra vez Ana ignorando las piezas.
La media mañana y los cigarrillos, el medio día y el almuerzo, la media tarde y yo caminando hacia el centro, escapando al menos un poco de tener que estar en casa esperando a la ausente que como todas las noches dormiría fuera, dormiría con él seguramente, con ese yo que no fui yo, pero que pude haber sido; también ella tenía derecho a tener sus amantes porque si a mi me faltaba esa chispa de sadismo y lujuria que me brindaban otras, a ella le faltaba un poco lo mismo, le faltaba que cuando dijera más despacio le taparan la boca y la penetraran con fuerza sin importarles nada, a ella le faltaba el tufo de alcohol, el olor a imbécil que en mí jamás iba a encontrar, necesitaba a alguien que no la amara, a alguien que no representara el peligro del hasta que la muerte los separe, el peligro del enamoramiento; así que yo se lo permitía. Y no era algo que me costara mucho, los celos estaban muertos hacía tiempo.
Entonces la vi cruzando la calle, con su amante y mis pies yendo por el mismo camino, siguiéndola sin acercarme demasiado, dejándola doblar todas las esquinas, adelantarse a todos los semáforos, dejándola besarse largamente frente a un portal y bajo un paraguas, empapándome bajo la lluvia para luego acercarme torpemente y tocarla en el hombro esperando la mirada de reconocimiento que no tardó en llegar, la sorpresa en sus ojos, su hermosa sonrisa, un libro saliendo de su bolso y yo estampando mi firma en una foto de portada para mí tan conocida, autografiando con mi nombre una pasta blanda para una perfecta extraña. Luego el café en el café más cercano, la palabrería absurda del cómo nacían las ideas para los cuentos, la seguridad de que ella aparecería en alguno, muy pronto. La noche y el agua aún sobre nosotros; fue amable y me acompañó al apartamento con el paraguas antes compartido con el que me había asegurado era sólo su amigo; sus ojos tan de Ana y su boca tan parecida la llevaron a mi cama, me excusé del desorden como si fuera un chiquillo, nos desnudamos lentamente disfrutando cada prenda que caía fuera o dentro del colchón, y al ver sus pechos liberados del sujetador, el descubrimiento casi automático de los senos de Ana, el color de la piel, las pecas en la nariz, esos hombros menuditos y la alfombra casi transparente de vellos oscuros que cubrían toda su espalda y su vientre, era ella casi o totalmente, la una fundida en la otra con la misma sonrisa infantil pero con el matiz de la lujuria en la mirada, con la boca llena de deseo queriendo ser llenada por mí, el vaivén de su cabeza bajo mi ombligo, el movimiento rítmico y acompasado del que inventa algo nuevo con cuidado y entonces no era, pero luego limpiándose con el envés de la mano la saliva que mojaba la comisura de sus labios y trepando por mi pecho hasta llegar a mi boca y plantarme un beso, y entonces sí era.
A la madrugada era de nuevo la amante de turno abrazada a mi sin importarle nada, la del lunes, la del martes, la del continuo ir y venir de los días; sólo que esa noche no la quería durmiendo conmigo, me levanté en silencio y llamé un taxi, veinte minutos y contando, entré a mi cuarto y encendí la luz buscando despertarla, cuando se dio la vuelta ya no vi a la desconocida del paraguas en el centro, sino a mi mujer, idéntica, volteada sobre el colchón con el torso medio desnudo; porqué tenía que parecerse tanto. -Vete ,que puede llegar mi esposa- le dije cerrando los ojos para no verla tanto -¿Tu esposa?- Preguntó ella confundida y aún dormida, -leí sobre ella, sí, pero- Le dije de nuevo que se fuera y ella seguía con la misma mirada de perplejidad, balbuceando palabras a medias, entonces me acerqué y la abracé, le dije que se tranquilizara, no era su culpa a fin de cuentas, todo estaría bien, yo sabía que me engañaba, sabía de sus salidas con otro, sabía que se había aburrido de mi y de que fuera tan bueno, tan dulce y tan condescendiente con ella. Aún notaba el sueño en sus ojos y se los besé, luego besé su cuello -espera, no entiendo- aparté las sábanas y quedó desnuda; el mismo cuerpo, la misma hora, su mismo miedo -tengo que irme, déjame ir por favor- y yo diciéndole ahora que no se fuera que esta vez no tendría excusas, que yo iba a ser el que le tapara la boca y la penetrara con fuerza sin importarle nada, el del tufo alcoholizado, el del olor a imbécil -estás loco, ¡déjame ir!- Y lloraba -¡déjame ir, te lo ruego!- pero a mi no me importaba que llorara y, como un inmenso deja vú, la violé mientras el claxon del taxi sonaba intermitentemente, le tapé la boca como el día en que se fue, la penetré con violencia, le grité mil veces que debía haber sido más caliente, más entregada, más sexual, porque así yo no hubiera tenido que buscar otras mujeres; y, mientras sentía la languidez de sus músculos bajo mi cuerpo, terminé dentro de ella y descubrí en su mirada, ahora congelada en un punto indefinido, lo mismo que descubrí la noche en que se fue: estaba solo. Cargué con el cuerpo de nuevo, lo quebré con cuidado hasta que cupo en nuestra maleta grande de viaje, aquella en la que Ana viajó sola la última vez, y la metí en la caja del ascensor, luego el carro, el viaje a las afueras, la pala, la tierra, y un regreso bajo la lluvia rumbo a casa, a esperar la llegada de Ana.