jueves, septiembre 14, 2006

La caja de Pandora

Acostumbraba silbar cada vez que llegaba a casa, seis cortos silbidos entonados en el do mayor que le enseñó su padre y desentonados en la eterna carraspera que aprendió con el tabaco. Cuando vivía con sus padres tenía algún sentido hacerlo, pero ahora que estaba solo nunca sabía a quien demonios le silbaba.
Ya se proyectaba en su mente cómo sería el resto de su noche, pornografía en el Internet mientras leía algo de Dostoievski e interminables vasos de Coca Cola que harían más sobrellevable su vigilia.
Trabajar todo el día nunca le hizo mucha gracia, pero era algo que TENÍA que hacer; el alquiler de su apartamento no era muy barato aunque poseía apenas una habitación, un remedo de sala (que en realidad solo era una mesita entre la mal llamada cocina y la puerta de entrada) y un baño. Aparte de los gastos que tenía para alimentarse, aunque últimamente se había convertido en algo dispensable.
Extrañamente al llegar al condominio no se escucharon los habituales gritos de los niños insoportables, que, justamente cuando el reloj marcaba las seis de la tarde, como por una coincidencia satánica, acababan de hacer sus tareas de la escuela y salían a patear su balón y a dejar escuchar sus melodiosas voces al pasillo frente a su puerta.

Cuando bajó las gradas y vio hacia la ventana de su cuarto se quedó piedra; siempre apagaba las luces antes de salir a trabajar, pero su pieza iluminada delataba la presencia de alguien en el apartamento. Apretó el paso y sintió la excitación que en su corazón solo causaban este tipo de situaciones. Sólo se sentía vivo en realidad cuando en su tendedero de ropa aparecía un sostén (el cual seguramente volaba de un tendedero vecino), cuando aparecía un perro frente a su puerta ladrándole por un poco de la poca comida que tenía en casa, cuando un vecino venía a ponerle una puteada por el excesivo volumen de la música, cuando los niños quebraban los vidrios en su puerta y se sentía libre para gritarles; esas pequeñas cucharadas de sal que recibía su sosa vida le hacían sentir enchinada la piel y sabía entonces que no vivía sus horas sobre una banda sin fin.
Ahora, mientras caminaba hacia la puerta con las llaves en su mano, no le importaba mucho que hubieran vaciado su apartamento; supo que lo que vería, o no vería, era algo excitante, vendría la policía, le harían preguntas y se sentiría parte de la ficción que engranaba en las novelas que leía. Esperaba el desorden de alguien que hubiera buscado pruebas para inculparlo de haber asesinado su propia existencia, soñaba un poco, sí, pero por Dios que se sentía vivo.
Introdujo la llave en el pomo y sintió una punzada de miedo en la nuca que lo estremeció. No se escuchaba ruido alguno.

Todo el apartamento estaba ordenado, nadie había buscado, nadie se había llevado nada. Lo único fuera de lugar era la línea amarilla que fugaba debajo de su puerta en la habitación . La desilusión de pensar que olvidó apagar la luz lo embargó; su rostro se ensombreció mientras revisaba que la computadora estuviera en su lugar y que no se hubieran llevado nada, si es que alguien, además de él, había estado en casa.
Abrió la puerta y encontró lo que pensó encontrar; nada. El foco se burlaba de él mientras el alambre dentro del vidrio dejaba de arder tornándose naranja primero y luego cambiando a un amarillo que fue agonizando mientras la luz moría.
Giró sobre sus talones para salir hacia la cocina y entonces escuchó un gemido que le paralizó el corazón, si hay alguna forma en que el cuerpo anuncia el advenimiento de un infarto debería parecerse a lo que sentía en ese momento.
Había visto muchos videos de sexo como para reconocer un gemido de placer cuando lo escuchaba. De espaldas aún a su cama, de donde provenía el sonido, cruzaron por su mente miles de imágenes de asiáticas, morenas, rubias, pelirrojas, gordas, flacas y todas las clases de mujeres que había visto y sentido a lo largo de su existencia.

-Mírame- instó la voz tras él – mírame ya, o me iré.
La amenaza sonaba real, pero él no podía moverse.

-Tú… eeeh… tú encendiste la luz, ¿no?- Aún sin voltear hacia “ella” o “eso” sentía que la erección dentro de su pantalón no la había sentido jamás con nadie ni nada.

-Yo encendí la luz- dijo ella.
-¿Quién eres?
-Soy quien te provocó la erección que tienes ahora. ¿Qué te pasa?, ¿no quieres verme?
-Si.

Si se detenía a pensar siquiera un momento en si voltear o no hacia ella, no lo hubiera hecho. Su cuerpo se movió más rápido que su mente y cuando pudo reaccionar estaba ya perdido en el albor de sus pechos. Eran de una blancura hermosa, diferente, parecía que jamás un rayo de sol había tocado su piel y sus pezones crecían como si tuvieran vida propia, palpitaban, se tornaban rosas, duros y apuntaban hacia él señalándolo como el único culpable de su estado.
Un leve albornoz de vellos cubría la extensión de su piel, éste recorría sus senos y se volcaba luego sobre su vientre hasta llegar al pubis y henchirse de vellos negros y húmedos. Tenía su mano derecha sobre ellos y movía los dedos mientras estos se perdían y reaparecían, saliendo y entrando, provocando los gemidos que delataron su presencia. Su mano izquierda parecía unida a uno de sus pechos, lo apretaba con tal fuerza que sus uñas dejaban una marca roja sobre la blanca piel que se perdía bajo sus axilas. Un rocío casi imperceptible perlaba sus hombros, era todo tan claro y de una lucidez tal que él casi podía ver cada uno de sus poros transpirar, cada gota era el nacimiento de una ola que lo abrazaba y llenaba todos sus sentidos.
La luz fue naciendo en el cuarto como si amaneciera, el foco se encendía lentamente y redefinía cada una de las formas de la mujer.
Sus ojos eran una pincelada oscura, los labios en su boca ardían, podía sentirlos llegar hasta él y abrasarlo.

-¿Q-Quién eres?- dijo con un hilo de voz.
-Soy las imágenes que dibuja tu mente cuando cierras los ojos y te masturbas, soy las mujeres que has poseído; soy el semen que embriagó muchas bocas y muchos vientres, soy tus ganas de poseer a la chica nunca tendrás, soy tus sueños sexuales, soy tus manos cuando estás ebrio, soy tus ojos perdiéndose en un escote o hurgando en unas piernas cruzadas, soy tus ganas de fornicar. Soy el deseo. Soy TU deseo.
Extendió su mano y lo tocó en la entrepierna, que ardía de placer.
-¿Porqué estás aquí?- preguntó dando un paso hacia atrás que lo sorprendió a él, tanto como a ella.-¿Por qué has venido a mi?
-Tú me llamaste. Ayer cuando seguiste a la pequeña Lola que salía de la escuela. Ayer cuando le cortaste el paso hacia la parada de buses. Ayer cuando tapaste su boca con la mano que ahora te tocas y la arrastraste hasta aquella casa que tú sabías desocupada. Ayer que la violaste oí tu llamada, tú me pediste que viniera.

Él escuchaba el relato de su propio deseo, sin poder dar crédito a lo que oía.
-¡Mentiras!- gritó- ¡deja de decir esas cosas!, ¡todo es mentira!
-No puedes escapar de ti mismo, sé lo que hiciste, sé dónde está ella, deberías sacarla de su encierro, tiene hambre, y pronto morirá desangrada, le hiciste mucho daño.
-¡¡NOOOOO!!, ¡¡no es cierto, no es cierto!!
Su cabeza daba vueltas y las arcadas aparecieron como una bendición. Vomitó, vomitó ahí sobre la alfombra mientras se sentía desvanecer.
-No solo yo escuché tu invitación- dijo ella mientras seguía masturbándose y sus ojos se ponían blancos, llenos de sexo y lujuria.
Bajo la cama aparecieron dos tentáculos como los de un calamar, solo que NO ERAN los de un calamar, no se parecían ni le recordaban a nada que jamás hubiera visto, entre la nube de lágrimas que le provocó la basca distinguió los dos apéndices largos y arenosos; tenían ventosas, si, pero eran agujeros que abrían y cerraban bocas llenas de dientes aserrados, y cada diente expelía por su “piel” un líquido verdoso, los dientes no eran de nácar ni de hueso, eran de… de piel, de cuero, era algún tegumento ininteligible.
Un extraño ser salió arrastrándose tras los inmundos brazos, un ser más inmundo que los mismos brazos. No medía más de medio metro, era una masa de carne que tenía solo un ojo, el cual… lloraba.
-Soy el dolor- dijo mientras arrastraba su cuerpo lleno de cicatrices, pústulas sangrantes y su único ojo que parecía suplicar que alguien acabara con su vida.

La imagen frente a él no era lo que planeaba para esta noche.
-No, esto no es real, tengo que salir de aquí- gimió. Dio media vuelta y abrió la puerta.

-¡Soy la pena!- el grito fue tan agudo que los vidrios en su casa saltaron en pedazos y él cayó de rodillas tapándose los oídos, y ahí se quedó con los ojos cerrados y rogando para sus adentros que todo fuera un sueño, un maldito sueño. Por un instante sintió la paz de haberse dormido y estar despertando, descubriéndose frente a la computadora jugando a través de la web-cam con una de sus amigas tailandesas; pero no era así. Cuando pudo reincorporarse y se puso de pie vio frente a él algo así como un zanquilargo gigante, solo que este tenía cuatro pares de alas y de patas, emitía un chillido agudo muy parecido al que anteriormente rompiera los vidrios, aunque menos estridente.
-He visto toda tu vida y me has alimentado con tus lágrimas, he crecido cada vez que terminabas una relación, estuve cuando murió tu madre y te sentiste solo, me alimentaste cada día que llegaste a casa del trabajo y te sentaste frente al ordenador con una lágrima colgando en el alma. Conozco lo que deseas, conozco lo que te duele, conozco la razón de que me hayas llamado; y aquí estoy, ahora jamás te dejaré, por que he crecido tanto con tu dolor que ya no puedo irme.

Él no entendía nada, el ruido ensordecedor del dolor había entorpecido sus sentidos. Solo pudo percibir el aguijón del zancudo como un pequeño puñal en su pecho cuando este se acercó a él.
El líquido que le inyectó a través de la extraña púa le influyó vida, sus sentidos ya no se hallaban embotados, vio todo con nitidez y divisó a los tres entes, los cuales se acercaban a él lentamente y con intenciones claramente malignas.

Ya en sus cabales pensó que, a pesar de ser muy rápido, el mosquito lucía muy débil y no representaría ningún problema quitárselo de encima; la dama del deseo estaba muy lejos y acostada, para cuando lograra levantarse él ya habría huido; y los tentáculos asquerosos de su dolor no podrían detenerlo más que unos segundos si lograban alcanzarlo. Dio dos pasos hacia atrás rápidamente. Sus atacantes se percataron de su intento de escape, pero ya era muy tarde; de un salto llegó a la puerta de entrada y la abrió, casi podía oler la libertad. Pero no. Una mano tan grande como su propia cabeza le agarró el brazo y casi sintió que se lo arrancaban en el momento que, de un fuerte tirón, fue empujado hacia la pared posterior. Su cuerpo se estrelló contra el muro y, en medio del dolor, escuchó crujir sus huesos, entonces supo que estaba perdido. Con una resignación casi suicida cerró los ojos y esperó el golpe final.

Pero no llegó. El instante de silencio le pareció eterno y trajo a su mente miles de imágenes; quien dijo que toda tu vida pasa frente a tus ojos antes de morir tenía razón, se vio acostado en la hamaca de su infancia, recordó las parrilladas con su padres, su primer beso, recordó una mano que decía adiós, unos labios que decían hola y a la mujer que nunca dejó de amar. Lo recordó todo. Pensó en sus atacantes, en sus pecados, en sus errores y en lo que habría más allá, después de la muerte.
Se perdía en sus pensamientos. De repente una mano lo meció.
Abrió los ojos y vio a las tres horribles figuras tras un hombre desnudo, aparentemente humano, pero de proporciones desmesuradas. Su cara dibujaba una tierna sonrisa y unos lentes enmarcaban sus ojos azules. Una paz proscrita contagió su corazón cuando vio al gigante acercar su enorme mano hacia su rostro.
-Ya no vas a sufrir más- le dijo. Su cuerpo era en realidad desproporcionado. Lo más desproporcionado en él era su pene, casi tan grande como una de sus musculosas piernas, y estaba fláccido.

Entonces tuvo miedo, un ligero cambio en el ambiente, un movimiento brusco del leviatán medio humano le insufló un terror como jamás había sentido. Y tuvo razón de sentirlo.
-¡Soy el odio! Gritó el gigante, mientras su miembro crecía desmesuradamente- ¡Soy el odio y la venganza!, ayer me llamó la pequeña Lola mientras TU la violabas, mientras saciabas tus bajos deseos con su cuerpecito. Mientras la tocabas y solo provocabas su tormento ella cerró los ojos y gritó mi nombre ¡Venganza! ¡Venganza!
El dolor, el deseo y la pena lo desnudaron en un instante, un tentáculo tapó su boca y enseguida el sufrimiento invadió su cuerpo, la pena clavaba su púa por todas partes evitando así que la inconsciencia llegara con su conciliación al cuerpo que estaba siendo ultrajado.
-¡Ella no tuvo descanso!- gritó el deseo- ¡Ella no tuvo sosiego!
Él solo podía sentir el desmesurado pene que destrozaba sus entrañas. Sintió como la sangre invadía su boca, sus oídos, sus pulmones. Cada embestida le robaba un poco la conciencia y cada aguijonazo se la devolvía.
De entre el charco de sangre formado en el suelo apareció un ser parecido a una polilla que se acercó al oído del cuerpo tumbado sufriendo tan humillante tortura.
-Soy la esperanza- le dijo- y aunque he llegado un poco tarde yo puedo detener tu dolor, y puedo concederte una muerte libre de más sufrimiento.
-¡Alto!- gritó.
Las cuatro entidades detuvieron su agresión. El tentáculo resbaló dejando sendas hendiduras en la boca y en la cara; y el hombre retiró su enorme pene del ano de un cuerpo casi sin vida.
-El perdón es lo único que te salvará- le dijo la pequeña polilla.

Él abrió la boca, pero no surgió palabra alguna de ella. Su lengua se había convertido en un mar de carne molida, pues sus dientes se habían cerrado sobre ella desgarrando y cortando. Su último pensamiento fue por el alma de la pequeña Lola; oró por que la encontraran y sanaran; rogó que no muriera y que nunca volviera a sufrir un tormento como aquel.

Y murió.

La polilla lamentó haber llegado tan tarde, nadie merecía sufrir tanto.
Los cinco seres salieron de la casa, abatidos por haber tenido que acabar así la vida de un ser humano.
-Sus pecados lo mataron- dijo el deseo.
-Nosotros somos sus pecados- sollozó el dolor.
En silencio se sentaron en el pasillo.
Levantaron la cabeza y todos se quedaron mirando el rótulo que marcaba la numeración del apartamento, le faltaba un número; antes había sido el 208, pero el 8 hace mucho tiempo había caído dejando solamente una sombra en la pintura verde y el clavo torcido que antes lo sostuvo.

Se levantaron sin mediar palabra, y caminaron lentamente, y más abatidos que antes, hacia el apartamento número veinte.

Ana

Ella se volteó y le dijo:
-Eres mejor compañía que la soledad.
Y él fue feliz, porque sabía que nada demuestra amor como ocupar el espacio que antes ocupó la soledad.

viernes, septiembre 08, 2006

El café

El café de las diez no logró despertarme. Ahí él, todo amargo y todo negro, sin azúcar, sin cuchara y sin ganas, como yo.
El café de las once llegó tan rápido que sentí que era el mismo de las diez; hasta ahora no estoy seguro si era el de las diez, de hecho.
El café de las doce me vio terminar un proyecto; mientras se enfrió vistió las paredes de mi taza inmortal con un tono más oscuro que el habitual.
El café de la una me dijo que vaya a almorzar. Le hice caso y me almorcé al café de la una y media, y de postre tomé el de las dos.
El café de las tres me dijo que fuera a casa, que abandonara la oficina por hoy y me tomara un descanso merecido. Mis dientes ovacionaron la moción del café de las tres, felices de no recibir más color por el día de hoy. Mi gastritis incipiente maldijo el momento en que pensé apagar el ordenador y dejar todo para mañana; pero bendijo el instante en que decidí quedarme hasta las nueve a terminar todos los trabajos pendientes.
El café de las cuatro me presionó para que comiera, pero, cuando iba a pedir algo de comida por teléfono, el café de las cinco me dijo que ya no tenía hambre, que me ahorrara esa plata… para comprar café, pues casi estábamos desabastecidos.
El café de las seis no soportó más la taza, que no había sido lavada desde hacia tres meses, y sintiéndose más libre que nunca se volcó para correr libremente sobre los bocetos de la siguiente campaña. Mi gastritis se sintió crecer al imaginarse cuánto se alargaría la noche para rehacer el trabajo perdido, “cuando sea grande quiero ser una úlcera, pensó, y si todo sale bien quiero ser cáncer”.
El café de las siete me sorprendió encontrando una copia de los bocetos, casi acabados, en el fondo del décimo tacho de basura que revisaba.
El café de las ocho me dijo que el trabajo estaba acabado y que lavara la taza por Dios.
Con el café a media asta me dirigí hacia los lavamanos; cuando la taza cayó al suelo logré distinguir entre los pedazos de cerámica el grito sordo de adiós del café de las ocho.
Cuando dieron las nueve me descubrí llorando sobre los restos de la loza.

Ya amaneció y mis compañeros me encontraron desnudo nadando en una mancha café que se dibujaba en los azulejos del baño. Ahora nadie dice nada, todos me miran y se miran entre ellos… y yo solo puedo pensar en que pronto serán las diez, necesito mi café.

miércoles, septiembre 06, 2006

...la mecedora...

Los adoquines en el portal hicieron que se detuviera frente a la puerta. La dirección era la correcta, y el número en la fachada, aunque desvaído, era claro 98-19-88. No podía haber ningún error, algo le decía que aquella era la casa que buscaba. Era fácil darse cuenta de aquello, había pasado muchas veces frente a la residencia y le atraía en una forma muy poco natural, era extraño, por que, realmente, nunca había reparado en ella.
Hacía muchos días que había sido desalojado de su casa anterior. Vivió cuatro años ahí, amaba ese lugar, aunque las bisagras en las puertas sonaban al menor movimiento, las tuberías rugían en las épocas de frío y el calor se metía por debajo de las puertas cuando llegaba el verano. De ser por él jamás habría abandonado las paredes húmedas y las alfombras empolvadas que le vieron llorar y reír durante tanto tiempo.

-“Los fantasmas me echaron”- respondía cada vez que le preguntaban. Y, por supuesto, siempre recibía una mirada de desconcierto al escuchar la respuesta, seguida de risas y luego el silencio.
-No, ya en serio- decían sus amigos- ¿por qué dejaste la casa?
-“Los fantasmas me echaron”- volvía a decir él, totalmente convencido. Y las risas se convertían miradas de preocupación.

Ahora, de pie frente a la casa 98-19-88, recordaba con nostalgia y desconsuelo a sus fantasmas. Nadie podría entenderlo jamás. En las noches toda la casa despertaba y lo acariciaba; las ventanas abrían y cerraban sus persianas coquetamente, como guiñando sus enormes ojos; los muros se cerraban sobre él, el techo erigía formas de labios que susurraban un eterno “te quiero”, construía pechos sobre su cama y la alfombra se convertía en un gran pubis ardiente.
La pasión latió en su pecho, amenazando convertirse en amor, durante los cuatro años que vivió ahí.
Cierto día la casa supo que lo amaba, pero ¿cómo amar a un hombre? ¿Cómo amar cuando se está hecha de madera, de concreto y de ladrillos? ¿Cómo amar cuando se está hecha de piedra? Intentó decírselo, pero para la casa era muy difícil articular el lenguaje inferior de los humanos; cuando él la escuchó no entendió ni una sola palabra de lo que le dijo, sólo podía interpretar los ruidos y quejidos de sus puertas y ventanas.
La casa no volvió a acariciarlo por las noches, ocupada en aprender el idioma de los humanos para poder comunicar sus sentimientos. Él se sintió abandonado, abrazaba las paredes buscando cuerpos invisibles y trepaba en el techo escudriñando el concreto en busca de pechos mágicos; arrastraba su cuerpo desnudo en la alfombra ahora sin vida.

La casa se olvidó de su amor en el afán de encontrar la manera de decirle que lo amaba.

Un día él llegó y gritó con todas sus fuerzas:
-“¡¡Háblame!!”- y el alma de la casa, que había aprendido que la única forma de comunicarse con los humanos era humanizarse, adoptó la forma de una mujer. Era un fantasma para los ojos ignorantes del amor que puede llegar a nacer dentro de cuatro paredes.
Se acercó a él con lágrimas en los ojos y le dijo:
-“Te amé una vez, pero no me entendiste; no me amaste cuando tuviste la oportunidad, no me amaste cuando estuve dispuesta darme toda a ti. Ya no quiero que me ames, quiero estar sola”- y desde dentro de los pasillos más oscuros aparecieron los recuerdos más terribles de la casa, humanizados también; al ver sus rostros él supo que no los olvidaría. Llevaban sobre sus mejillas las cicatrices de las noches en que él durmió fuera, muchos de ellos no tenían ojos por todas las lágrimas que se habían derramado, otros mostraban un profundo agujero en el pecho, un agujero en donde tuvo que estar el corazón; eran los rostros del dolor. Los fantasmas lo echaron de la casa, y él se prometió jamás volver.
Vagó solo a través de la ciudad durante muchos días, tratando de olvidar su amor, durmiendo bajo los puentes.

Y con los recuerdos bullendo dentro de él llamó a la puerta de la casa 98-19-88.

Luego de recorrer sus pasillos, solo, pues nadie salió jamás a recibirlo, llegó a la estancia y vio una mecedora, que se movía con cadencia.
Mientras su mirada se perdía en el movimiento de la mecedora empezó a repasar con la memoria los cuartos exquisitamente adornados, las cubiertas de seda tendidas sobre las camas, el hermoso papel tapiz donde leones dormían apaciblemente sobre una sabana africana, la paz que vestía a todo el recinto contagió su alma.
Antes de que sus formas se materializaran frente a él supo que la casa tenía vida; una nube espesa y azul se arremolinó sobre la mecedora y de entre las sombras una hermosa figura de mujer apareció. Él se quedó petrificado frente a ella, la pureza de su rostro y la ternura de sus ojos lo atraparon y de inmediato supo que quería vivir ahí el tiempo que ella quisiera tenerlo a su lado.
Hablaron toda la noche, ella le habló de sus fantasmas y muchos de ellos mostraron sus rostros hendidos por la pena y el dolor de habitantes pasados. Él le mostró sus heridas y las marcas que dejó una casa en la que alguna vez vivió.

Ella le dijo “quédate conmigo” y él le respondió “para siempre”.

En la noche se escuchan largos murmullos cargados de te quieros y se proyectan caricias mientras mueren los fantasmas de tristes recuerdos y nacen leones de sueños. Y frente a la casa 98-19-88 se dibuja el perfil del eterno vaivén de la mecedora.