lunes, noviembre 10, 2008

Veinticuatro

Es como la onceaba vez que me siento a escribir, espero que esta vez los ojos me duren abiertos más que la última vez; la última vez fue tenaz… difícil. He intentado otras cosas, como hacer deporte, o salir a caminar, o hacer el amor con mi mujercita, pero es inevitable el sueño, la pesadez de los párpados, esa modorra que puebla mis brazos y que luego se extiende hasta mi cuello y empiezo a cabecear en donde me encuentre, oficinas, buses, parques… dios, qué me está pasando.

Lo más difícil de escribir en este estado es releer lo escrito y que no suene a crónica, o a diario quinceañero; a mi que me gusta editar sobre la marcha para sumar pensamientos y poder decirlo todo -todo, qué palabrita- he tenido que dejar mucho de lo que quiero decir en sacrificio por lo que debe ser dicho, hasta este parafraseo inútil debe quedar así, el tiempo se me acaba y lo sé, lo sé más que mi mujercita cuando prepara mi café de la mañana –y media mañana y tarde y media tarde y noche, bueno antes era así, ahora sólo cuando estoy despierto- y llora en la segunda cucharada, y me lo pone amargo y salado de lágrimas; lo sé más que mis hijos –sanguijuelas de mierda- que vienen día tras día a rogarme por un testamento escrito por ellos en donde, en las letras chiquitas, les cedo mi dinero a cambio de compartir mi vida con cientos de viejos seniles que se mueren de a poco, pero no tan de apoco como yo. Y esta falta de edición, y esta falta de sueño, y esta falta de sinónimos me empuja a escribir así, de un solo tirón, al menos hasta que pueda tener una compilaciónnovelescaperonodenovelamexi cana –como suelo decirle en son de broma a mi esposa- y en son de broma se ríe también aunque sea por condescendencia o pena, pobre mi viejo ya se muere, y eso que tan viejo no soy, cincuentinueve años son sólo cuarenticinco más catorce y a los cuarenticinco se es todavía un niño, aunque es también ochenta menos veintiuno, y a los ochenta ya se va para viejo; a la final creo que no es un asilo en donde me quieren meter mis hijos, sino más bien, bueno sí un asilo, pero mental.

Es bueno empezar a escribir ahora, apenas abro los ojos; y me gustaría narrar cómo el canto del gallo del vecino y el ruido de los niños de la vecina yéndose a la escuela me despertaron, pero son las cuatro de la tarde y con un poco de suerte cuento con una hora para acabar esto, así que me remitiré a lo absoluta, necesaria, indiscutible e irremediablemente necesario –eso no fue necesario, por ejemplo, ni esto.

Fueron las pastillas, sí, fueron las pastillas para dormir, al dejar de tomarlas empezó el problema, lo cual fue un poco extraño porque el caso es que cuando me las tomaba dormía lo normal, cuatro o cinco horas –lo normal para mi-, pero ahora que ya no las tomo cada vez duermo más, y más; y es que esas vainas aletargan ¿no? y como aletargan te da sueño y como te da sueño, pues te duermes; ¿en dónde está el maldito problema, entonces? El problema es que ya no las tomo y me sigo durmiendo. Al principio fue poco, como ya no tomaba esas drogas, pues salía a caminar al centro y me encontraba con la basílica y me quedaba largo rato sentado en el césped viendo el tiempo pasar e imaginándome montando una de esas gárgolas y luego cayendo en picada hasta hacerme bolsas contra alguno de los jubilados que iban, al igual que yo, a perder el tiempo. Eran largas las horas y más largas eran sin las pastillas, pero sentía que mi capacidad de discernimiento volvía, de a poquito, pero volvía, ahora ya podía construir metáforas inteligentes y jugar con los tiempos verbales como en mis mejores años, hasta empecé a ver más cosas, cosas que me hacían sentir vivo pero con ganas de morir… y entonces vino esa visión asociativa. Me explico. No, no me explico, porque explicar podría limitar un poco la narrativa, mejor cuento, que es lo que mejor hago –lo que mejor haces es acostarte y dormir- dice ahora mi mujer. Y empecé a ver a ese niño que, sin una pierna y sin un ojo se subía a los buses a vender caramelos y me quedaba con esa imagen y su –damita damita y caballerito, no quiero interrumpirlo en su conversación o su- y me ponía a pensar en su –si es rico igual se queda y si es pobre de igual manera- desgracia. Percepción, eso es lo que gané y conservo hasta ahora, una percepción más amplia de todo lo que pasa, estuve ciego y he vuelto a ver, estuve sordo y he vuelto a oír, estuve… y la señora que recoge los restos de comida en los basureros fuera de los restaurante, y hasta de las casas, o el hombre que recicla el papel de baño, que limpia la mierda con cuidado para que no queden grumos en el nuevo papel, o los ebrios que en las calles se botan las muelas por otro galoncito de puntas, o de agua loca o de lo que asome, y talvez mi agua loca era el sueño, ese aletargador natural; quería pasar más tiempo dormido para no ver tanta pendejada de mundo mal hecho, al menos esa fue mi deducción. O será simplemente que me muero a plazos, morir es como dormir, en realidad es parpadear una vez y seguir así el resto de la vida, es un sueño cada vez más largo, es.

Sentarse en la cama al lado de una esposa amada durante años (y que ahora duerme, ronca y babea) es algo delicioso, para los poetas, porque esta mujer no excita ni al presidiario más largamente hospedado, y liberado; pero estar sentado ahí me dio tiempo para pensar, y aunque ahora recordarlo es un poco difícil, pensaba que estar despierto sólo me servía para pensar idioteces y para acordarme del niño tuerto y sin una pierna, mierda, es mejor dormir/morir. Y así vi una vez más el amanecer mientras mi esposa me preparaba el café, aún sin lágrimas, pero amargo. Y así vi una vez más el amanecer mientras mi esposa me preparaba el café, aún sin lágrimas, pero amargo. Y así vi una vez más el amanecer mientras mi esposa me preparaba el café, aún sin lágrimas pero etcétera, una tediosa semana de tener más abiertos los ojos me bastó para llenarme la cabeza de ideas socialistas, y empecé a hacer donaciones, invertir mi dinero en orfanatos, en alguna maldita terapia de grupo que me hiciera conciliar el sueño. Y a la final, sin darme cuenta la terapia estaba ahí, en salir a las calles y ver la inequidad, porque ahora esta mierda de insomnio se desdoblaba en mí y me doblaba a mi también porque ahora, para ahorrarme las visiones tétricas de este mundo me mandaba a dormir cada día más –es un método de autodefensa- me dijo mi esposa cuando se lo comenté –tu cuerpo busca defenderte de todas esas visiones tristes en las calles blabla- jódete querida esposa, antes quería dormir y ahora duermo demasiado. La primera semana dormí una hora, una maldita hora cada día; la siguiente semana dos, café con lágrimas en el desayuno, la siguiente tres, café con lágrimas en el desayuno, la siguiente cuatro, café con lágrimas en el desayuno, y es necio seguir contando la manera creciente en la que cada semana permanezco despierto menos tiempo y, autodefensa o no, estoy en mi vigésima tercera semana, así que en una estaré muerto, muerto porque el mundo me mató a plazos, o porque veo demasiado o porque es mejor morir, antes que. O después de que, ya no sé. Al menos ya no salgo de casa, y me evito verlo todo, menos las noticias que mi mujer pone a todo volumen cuando cocina –y que tal vez es peor, porque lo que pasa al otro lado de mi puerta es manejable, pero las muertes por millones al caer bombas y sida y todo, es irremediable. Y este aire de misantropía me está dejando un sabor más amargo que el café, consumido ahora en cantidades industriales por un servidor que duerme mucho y fornica poco y… suena el teléfono y los tiempos verbales parecen confundirme más de lo habitual, el sueño viene de nuevo con esa manta blanca que es un lugar común, y que está mal, porque la manta es negra, pero eso no le importa y viene igual y yo ya no me quiero dormir, porque ahora me toca dormir veintitrés horas seguidas y ya no quiero más lágrimas en el café, porque me lo ponen todo salado. Y la vieja que come en los basureros murió hace poco porque se tragó una gillette, lo digo sólo para no olvidarme que me dio pena la manera en que se me va a morir la vieja, pero me dio envidia porque ella sí dormía lo normal, así que mejor que esté muerta. Y ahora la muerte es una ecolalia en el papel, y… mi amor, mi amor, espero esta vez duermas menos… ya no regalarás nuestro dinero… dios quiera… demasiado, dinero...

miércoles, septiembre 03, 2008

Cállate, Ana Camacho.

Nunca sabía cuando callarse, con la funda de papel en su mano y con la rabia apenas contenida recuerdo que me dijo: “deberías haber muerto al nacer, maldita” antes de que clavara el picahielos en su ojo -en su ojo perfecto- y me arrastrara dando tumbos por la habitación mientras clamaba por ayuda “si quieres atravesar ese hielo”, me dijo cierta vez que se organizó una fiesta en casa “si quieres atravesar ese hielo deberías utilizar algo más grande que una cuchara, estúpida” hecha la inteligente, como siempre; bueno pues, ahora sí traje un utensilio más grande, si buscaba atravesar tu cabeza iba a necesitar algo más que una cuchara. Aún así, la indignación me trastorna cada vez que veo la sangre coagulándose en tu mejilla, y me indigno por que cuando nos encuentren, serás una vez más la víctima y la protagonista de la situación: con tu único ojo abierto en ese rictus que adoptan los ojos de un muerto, diciendo, sin que ninguna palabra salga de tu boca “me ha matado, mi hermana me ha matado, por ser más guapa, más alta, más inteligente y más exitosa que ella, me ha matado porque nunca pudo hacer nada por sí misma y por que he tenido que cargar con ella toda mi vida, ¡Esta vaga de mierda, me ha matado!”, diría.

Y -állate, malhita -diría yo- állate, Ana amacho- maldita Ana, mil veces maldita por arrastrarme hasta esto.

Maldita por empezar la conversación que me llevó a matarte… “Mira Juana” -dijiste con la mayor condescendencia que podría tener tu voz- “lo he estado pensando, y creo que quiero casarme; quiero casarme con Danilo” -y mi odio se acrecentaba a medida que te escuchaba, porque cada palabra me traía los recuerdos de la risa de Danilo el día en que lo conocí, bueno el día en que lo conocimos. Yo le gusté, estoy segura. Y tú te diste cuenta, y lo quisiste para ti, para ti la guapa, para ti la coqueta, para ti la puta. La puta siempre tan pendiente de todos mis movimientos. Y al siguiente día la llamada, esa llamada que debió ser para mí, para mí la fea, para mí la descerebrada, para mí la incompleta. -“Aló, buenos días”- ¡Ay! Qué amable que era mí Danilo, qué educado y qué imposible para mí -“Aó, ¿anilo?”- “¿Ana?, he estado pensando en ti toda la noche, ya quiero verte de nuevo, es lamentable todo lo que te ha pasado desde pequeña, pero a mi no me importa, quiero saber más de ti, tenerte cerca y… quién sabe, talvez podamos deshacernos de, de, de ese estorbo junt…”- Ese estorbo era yo, como si no conociera a mi hermana, siempre fui para ella “ese estorbo” - “No, anilo…. oy uana”- y entonces los dedos arrancándome el auricular de las manos y cada noche las interminables conversaciones en cuchicheos sobre su futuro juntos y sobre mi futuro también. ¡Por dios! no pueden culparme, yo sé que querían librarse de mí, actué en defensa propia, Ana sabía que la única forma de casarse con él era quitándome de su camino, pero debía ser cuidadosa y estoy seguro que lo hubiera sido, al menos más que yo, que he acabado embarrada con su sangre y cargando su inútil cuerpo.
El problema, creo yo, no fue Danilo; vamos, que aunque me gustara mucho y aunque yo quería que fuera mío, el problema con él es algo que se sitúa en un plan secundario al hacer recuento de toda mi vida con Ana. ¡Qué difícil era moverla!, nunca pensé que pesara tanto, y con mis limitaciones..; pero en la cama estaremos más cómodas, el suelo de la cocina es muy frío, además se me antoja hermosa la imagen de mis padres -ahora sólo míos- llegando a la casa y descubriendo que un rastro de sangre cruza desde la cocina hasta su cuarto y luego encontrando a sus dos hijas -en realidad a su hija y al engendro que no podía caminar- sobre el lecho donde fuimos concebidas, maldita sea, tuve que haber sido escritora, quería estudiar literatura o periodismo o lo que sea que me vinculara con la escritura. Y de ahí el problema más grave, el que te ha causado la muerte, hermanita.
Mis padres y su preferencia desde que tengo uso de razón por la princesita de la casa, por la que sí podía correr por los pasillos y no por la que tenía que moverse en una extraña silla con ruedas, siempre inevitablemente atrás de la hermana exitosa. Ana fue la que eligió la escuela en la que estudiamos las dos, la escuela a la que iba una de nuestras primas, una que me amaba en un inicio pero que luego fue presa de los encantos casi irreales que tenía Ana sobre la gente y yo pasé a ser su estorbo, el estorbo de todos y, naturalmente con mis dificultades al hablar no podía defenderme… pero sí podía leer, y leía como una maniática, me devoraba cada elemento impreso que aparecía frente a mí, y podía escribir, cuando escribía era igual que cuando pensaba o cuando leía, libre igual que ahora, y me refugié en bitácoras interminables en donde el protagonismo no lo tenía mi voz gangosa y mis construcciones lingüísticas defectuosas, sino, personajes ficticios, propios de los relatos más oscuros de Poe, que demostraban todo mi desprecio por el género humano y que encontraban gran inspiración en seres despreciables como mi hermana y la gente que la rodeaba. Pero no era fácil, nunca pensé que lo sería.
-“¿Qué quieres estudiar mi amor?”- y aún cuando recuerdo esta simple pregunta, que llegó a finales del último nivel de educación secundaria, siento que las lágrimas vuelven a mis ojos porque, como es evidente, la pregunta no era para mí sino para mi hermana, y la bruta va y dice -“yo quiero ser cantante papi, quiero estudiar música”- y vi en ese momento mi futuro sellado, papá no sabía la música que escuchaba mi hermana, esa mierda comercial donde cantan sobre tener sexo con ropa o pendejadas como: “Vamos, cázala” y la voz de putita de turno (seguramente para lo que quería estudiar música Ana) que coreaba en el fondo “Cázame” “Dale, sin miedo papi, persíguela… ¡persígueme!” Esa música como salida de las alcantarillas resonó en mi cabeza durante 3 años. Y fue algo como un maremoto que arrasó el resto de la paciencia que me quedaba, por suerte nunca le dio por acostarse con ninguno de esos especímenes horrorosos exponentes de esa música suburbana y, aunque le hubiese encantado, no hubiera podido porque yo estaba ahí, siempre con ella, como una maldición compartida, una maldición de parte y parte, al menos eso compartíamos, la maldición de ser hermanas.
Ahora, contigo aquí derramando el resto del contenido de tu cuenca ocular sobre las sábanas y una pequeña masa blanca que no quiero creer que sea el cerebro, empiezo a entender la rabia que me tenías y hasta me da un poco de pena haber acabado con tu vida. Tuvo que ser horrible el darte cuenta, desde muy pequeña, que estabas al cuidado de una inválida, porque nuestros padres no iban a hacer nada por hacerme la vida menos insoportable; tú en cambio, bien o mal, siempre procuraste que no me faltara comida al menos, y sé muy bien que trato de justificarte, porque siempre te daban el plato de comida a ti y a media comida decías “estoy llena, ya no puedo más, acábate el resto Juana” Y no sé si mis padres esperaban que, al dejarme sin alimentos, me secara y fuera una parte de sus vidas fácil de extirpar, pero lo que sí sé es que me odiaban, que hubieran preferido que muriera al nacer tal y como Ana me dijo antes de, antes de lo del picahielos. Y también me doy cuenta de lago más, algo extraño que pasa en mi interior; siento que todos sus recuerdos, toda su lástima, sus sentimientos y… toda ella en realidad se vierte sobre mí, no, no se vierte, es como si llenara un espacio que siempre estuvo vacío. La radiografía se ha quedado atenazada en su mano tiesa como una pinza, y la tomo para comprobar porqué nunca pudieron separarnos, en el sobre de papel se lee Craneópagas.
-“Así nos llamamos”- digo en voz alta, articulando las palabras con tanta claridad que doy un respingo de la sorpresa. Acostada de espaldas, con mi hermana junto a mí, como toda nuestra vida, pongo la radiografía al contraluz del foco halógeno en el techo del cuarto y veo los cráneos, tan juntos, fundidos, como si fueran un maní de proporciones desmesuradas, -“craneópagas”- vuelvo a repetir claramente, el defecto de mi habla se ha ido, una parte de mi cerebro estaba absorbido por el cerebro de mi hermana, ahora me doy cuenta de cual parte, la muerte de Ana me ha devuelto la facultad de hablar y me siento muy agotada. El arrastrarme hasta acá, sólo con mis brazos y cargando el cuerpo inerte y el peso de mis pequeñas y atrofiadas piernas, se ha llevado toda mi fuerza y de reojo noto que la sustancia que se vacía de la cuenca ocular, en donde antes estuvo el picahielos, sí es el cerebro. En mi cabeza resuena como una letanía la eterna maldición “deberías haber muerto al nacer, maldita”, la voz de mis padres hablando con una lista interminable de médicos, “lo mejor sería dejarlas juntas, la operación es muy peligrosa”, “ Ana y Juana Camacho, las pegaditas” nos decían, la voz de mi hermana en medio de todo el ensueño en el que me fundo mientras veo mi masa cerebral salir por una cuenca vacía, “deberías haber muerto al nacer, maldita” y el gusto de poder callarte articulando bien las palabras… Cállate, Ana Camacho.

domingo, julio 27, 2008

Quédate

-Por favor, quédate- dije llorando, mientras cubría mis senos con la almohada, pero él ya no escuchaba; hacía mucho que no escuchaba. Se levantó y se quedó ahí, de pie y desnudo entre la cama y la puerta. Parecía como si estuviera buscando en el aire una nota musical olvidada, ya no quería escucharme; eso era todo.
-¿Por favor?- me sentí preguntar sin querer.
-Ya no podemos seguir con esto, ya no más, ya no; estoy dañando a la gente que me ama- dijo como si no se dirigiera a nadie.
-Pero me estás haciendo daño a mí, y yo te amo, quédate conmigo, no te vayas- se me notaba la desesperación en la voz, y aunque yo no quisiera sonaba ridícula, como uno de esos personajes de novelas rosa. -te lo ruego, ¿quieres que me arrodille?- pregunté, mientras dejaba a la almohada rebotar sordamente en el suelo y me dejaba a mí caer de rodillas, llorando como una niña. -mira, te lo estoy rogando.
-No hagas esto- dijo.
-Tú, no hagas esto- dije simplemente para sentirme mejor, no puedes simplemente tomarme y largarte, tú me amas, sino no me habrías hecho el amor: amor, amar- razoné estúpidamente -si me hiciste el amor, es porque me amas ¿cierto?
-Todo esto es tan absurdo- concretó, él sí, maduramente -como si realmente importara si lo hice con amor o sin él, simplemente lo hicimos y sanseacabó. No hay más vueltas que darle; y sí, lo hemos hecho tantas veces; y sí de nuevo, hemos disfrutado cada uno de nuestros encuentros, pero ya no más.
-O sea que no soy, ni fui nunca alguien importante para ti ¡sólo la que te la chupa!- grité enfurecida, -¡la puta que te la chupa!- y sentía la calidez de las lágrimas bañando mi rostro y luego mis senos. Sollozaba incontrolablemente y mis hombros se convulsionaban con cada acceso de llanto, mientras él seguía ahí, en la misma posición dándome las espaldas.
-Cállate que te van a oír- siseó. -cállate.
-¡Pégame!- volví a gritar -¡pégame como a la puta que soy!- entonces se volvió y lo que vi en su rostro no fue odio ni rabia, como yo esperaba, sino compasión, una compasión que me dolió más que cualquier golpe que pudo haberme dado.
-Me das lástima- soltó, como si fuera una cachetada -yo sé que la culpa es mía por fijarme en ti en primera instancia, en arriesgar mi matrimonio por algunos minutos de sexo y varias horas de, de, de lo que ahora me doy cuenta, no es más que lástima.
-Lástima- dije -¿lástima?, pero si tu mismo me dijiste tantas veces que sólo podías conversar conmigo, que es increíble lo bien que congeniamos, que nací para ti y que fui hecha para ti, maldita sea, ¿era mentira?, ¿todo era mentira?
-No, no lo era, simplemente ya no puede ser
-¡aaah!, o sea que decides que ya no puede ser y ¿eso es todo?, ¿quieres que desapareeezca de tu vida como si nada?, ¿quién te crees que eres? Eres un infeliiiz, eso es lo que eres, un infeliz mentiroso y yo, yo hice todo mal, como siempre, error tras error. Cómo pude aceptar esto, cómo pude aceptar seguir contigo luego de que te casaste, nunca me había sentido tan estúpida, es que está embarazaaada me dijiste, TENGO QUE casarme con ella, ¿tienes qué?, te pregunté, nadie TIENE QUE hacer algo por todos los cielos. La amabas, más que a mí, y a mi me conoces desde siempre, o tampoco eso te importa. AHORA vienes a decirme que no me necesitas, que puedes vivir sin mí- cada vez gritaba más, y sólo cuando llegué a este punto me di cuenta que ya no podía controlar mis gritos, así que me callé la boca y me levanté del suelo, para sentarme en la cama, donde él, en algún momento de mi frenesí, se había sentado.
-También es difícil para mí- murmuró -tuve que haberte dejado de lado y borrarte de mi vida hace ya mucho tiempo, pero sigo aquí contigo, tal vez por empatía, talvez porque eres la única amiga de verdad que he tenido en toda mi vida; y sí, estuve contigo mucho antes de conocer a mi esposa, y de tener a mi hijo, mucho antes de terminar la secundaria incluso. Siempre estabas ahí para mí, escuchándome cuando estaba triste y riéndote cuando yo estaba alegre. Contigo fue la primera mujer con la que me acosté y talvez la mejor mujer con la que he tenido sexo, pero lo que fue amor al principio… ya fue.
-Ya fue- repetí maquinalmente.
-Perdóname- me dijo.
-Pero podemos seguir- dije yo, dulcemente, mientras me secaba la cara con las sábanas -podemos seguir juntos, yo no te estorbaré en nada, seguiremos como hasta ahora, escondidos, sabes que soy una buena mujer y la amiga que tú necesitas. Por favor. Tu esposa no tiene porqué enterarse- sentí en mi rostro una estúpida sonrisa, una sonrisa de complicidad, una sonrisa que buscaba transmitir lo que él había visto; lástima.
-Mi esposa ya lo sabe, y también mi hijo…- confesó.
-…y también tu hijo- volví a repetir tontamente, buscando entender cómo les podía haber contado.
-…ellos entienden, pero me dijeron que tengo que alejarme de ti, o ellos se alejarán de mí, y yo no quiero perderlos, me han dado la felicidad que siempre busqué y no estoy dispuesto a perderlos por nada en este mundo.
Me empecé a sentir descompuesta, me sentía como una imbécil, empecé a recordar, absurdamente, la primera vez que lo había visto, sentado a la hora del receso con un libro en la mano y leyendo a Cortazar. ¿Qué lees?, le pregunté. Me miró de los pies a la cabeza; siempre me he considerado una mujer hermosa, pero creo que lo que lo impactó fue que una mujer de mi edad se fijara en él, que era un jovencito. Eeeh, aaa Julio Cortazar, ¿lo ha leído? Se veía tan inteligente que me encantó Sí, pero no me trates de usted, que me haces sentir como una vieja, y apenas debo ser unos cinco años mayor que tú. Me miró de nuevo y sentí el deseo en su mirada. Tengo dieciocho dijo, y yo contaba veinticuatro en ese entonces. No sé cómo empezamos a tener sexo, pero…
-Eres lo mejor que apareció en mi vida- le dije volviendo a la realidad.
-Y tú has sido lo mejor en mi vida, créeme que me duele, me duele tanto o más que a ti. Pero ya no podemos seguir con esto- lo sentí dolido, pero eso no aplacó mi dolor, por el contrario, me sentí peor.
-Pero es que yo te amo- alegué, como si pudiera servir para algo, y el alegato fue acompañado por lágrimas, que otra vez volvían a correr por mi rostro. –Te amo tanto que no puedo pensarte lejos de mí.
-¿Recuerdas cuando nos conocimos?- soltó como leyéndome la mente -yo leía y tú apareciste de la nada para preguntarme nada más qué hacía, me gustaste mucho, muchísimo, luego vinieron los besos, y luego, ya sabes… me hubiera gustado haberme casado contigo, pero eso no podía hacerlo, mis padres no entendieron.
-O sea que ellos también sabían de nosotros, de lo que me vengo a enterar a estas alturas- dije, recordando cuando le propuse que nos casáramos, que huyéramos de todo y que nos olvidemos de nuestras diferencias de edades, de su familia y de todo, de todo.
-Sí, lo sabían, y supieron también que yo quería casarme contigo, pero no.
Para este entonces había vuelto a acostarse en la cama, ahí todo desnudo, con su pene ladeado ligeramente hacia la derecha, lo desee, aunque fuera una última vez, la despedida, sí un beso de despedida, pero un beso de nuestros cuerpos, sentirlo de nuevo, sentir cómo se tensan sus músculos, aunque sea una vez más, al terminar dentro de mi. Me coloqué sobre él y con mi mano me introduje su pene y empecé a moverme. Tal como a él le gusta, y tal como a mí me gusta, moviendo mis caderas describiendo un círculo, y pegándome mucho a su entrepierna, por última vez.
-Tal y como a ti te gusta- susurré.
-Tal y como nos gusta- dijo.
Era hermoso, y ahora quería menos que antes que se fuera, no podía entenderlo, no quería entenderlo, sentía su amor en cada movimiento, en su manera de acariciarme los pechos, me besaba los costados, besaba mis axilas, luego se erguía sobre mí y me veía directamente a los ojos, como queriendo perpetuarme en su pupila, grabarse cada movimiento. Finalmente terminó, terminó dentro de mí y rogué quedarme embarazada, le pedí a un dios inexistente que me embarazara, para tenerlo al menos así, para nombrar a mi hijo con su nombre, para yo también perpetuarlo.
En ese momento se abrió la puerta y entró su esposa; se quedó estupefacta.
-¿Por qué estás desnudo?- preguntó
-Yo, yo me estaba despidiendo mi amor, perdóname- dijo con tristeza.
-Está bien, lindo; vístete -dijo ella -prometiste que sería la última vez, por favor. Las medicinas empiezan a hacer efecto, pero el doctor dijo que si sigues dejándote llevar, esto nunca acabará.
Ella se acercó y se sentó junto a él, y se sentó sobre mí, atravesando mi incorporeidad y desvaneciendo de a poco todo lo que había sido hasta ese día, los besos, el amor, la amistad, mi cuerpo y mis lágrimas.
-Te amo- dije -nunca dejaré de hacerlo, gracias por tenerme contigo todo este tiempo. Nunca te olvidaré.
-Yo también te amo- dijo él, mirando a su esposa y mirándome a mí.

Entonces entendí, que jamás volvería a verlo.

jueves, junio 05, 2008

Como todas las mañanas

Quien ama a su madre, jamás será perverso
Alfred De Musset


Después de lanzar el jarro de cerveza contra la pared y ver cómo rebotaba deshecho en varios pedazos, se quedó ahí… sentado en el suelo de la sala, tratando de explicarse el cómo de tantas cosas que, con la cabeza en el estado en que se encontraba, jamás iba a entender. A media luz se dibujaban sobre el suelo varios perfiles de botellas y cuerpos; el aire olía a rancio y a vómito, y sentía las manos pegajosas. Curvas desnudas de mujeres y hombres inidentificables sembraban la estancia. –Otra orgía, otro día- pensó, como todas las mañanas.

Apoyó su espalda en el muro de la pared y trató de reconocer alguna de las tetas que aparecían en el paisaje dantesco; lo extraño fue que no pudo asociar ningún cuerpo con su respectivo nombre -bueno, aceptémoslo- se dijo- con la borrachera que me cargo no podría reconocer ni a mi madre. Y los recuerdos se abalanzaron sobre él como agua fría; su madre ahí… en la ducha, con la puerta bien abierta, con la seguridad de saberlo en la escuela, y con las piernas más abiertas, mientras introducía y sacaba rítmicamente ese objeto largo y blanco -ese consolador- articuló en voz alta y cerró los ojos para recordarlo todo, la manera en que se había quedado petrificado -te corregiré- murmuraba ella; el ruido de su loncherita al caer al suelo porque la había soltado en algún momento, la cara de su madre al verlo ahí -no tuve clases- volvió a soltar sin pensar mientras se restregaba los ojos, ¿en ese entonces o ahora? ahora, y en ese entonces, y el consolador saliendo lentamente de allí, de aquel lugar, grande como un ojo de vaca; todos sus ojos enormes, sus pupilas dilatadas mostrando esa mezcla de ira y sorpresa que pocas veces dejaba ver; y los golpes, su mano pesada, su desnudez excitante y él mismo quitándose los pantalones para darle un poco de aire a aquello caliente que pugnaba por salir y luego la explosión, el semen en la cara y en los senos de su madre mientras manos infinitas no dejaban de caer rasgando y sangrándole la piel. -¡Te corregiré!- Las lágrimas, tan entonces como ahora, hacían su aparición y luego… nada más que una erección sórdida y dolorosa con su consecuente vuelta a la realidad, -nunca lograste corregirme, perra- y la risa escapada de su boca se iba a estrellar, igual que el jarro de cerveza, contra la pared desnuda. Aún las imágenes duplicadas con cada movimiento de cabeza le traían ese dolor en las sienes, tan familiar como los recuerdos, era realmente insoportable. Las nauseas lo acometían a cada instante y le llenaban de bilis la boca, bilis que era escupido hacia su lado derecho, sobre un sostén otrora blanco.

Habiendo sopesado (y desechado, pues hubiera empeorado su dolor de cabeza) la opción de gritar un ¡despierten bola de vagos! Optó por ponerse de pie y acercarse a alguno de los participantes de la fiesta sexual. Las arcadas hicieron su aparición en el momento en que se arrodilló y lo acometió un ataque de vómito sumamente violento, apoyó las manos al suelo mientras se sentía desfallecer y supo que estaba aún totalmente borracho, los colores perdieron su consistencia y un silbido extraño empezó a resonarle en los oídos, a medida que lanzaba los últimos escupitajos en el suelo.

Tomo una gran bocanada de aire y le saltaron las lágrimas al sentir los pulmones hinchados, la soltó con un silbido grave mientras que, a gatas, llegaba hasta el cuerpo más cercano. Se quedó contemplándolo, era casi una infante en un estado de ebriedad tal que apenas sentía su respiración, unos jeans le tapaban los pechitos y su identificación asomaba por uno de los bolsillos -Estéfa… nie- supuso -Calvop... ¿iña?, es un carné de algún colegio- pensó mientras mandaba a volar los jeans y empezaba a besar los senitos adolescentes -te voy a darrr- murmuró en el oído de la niña mientras se colocaba sobre ella, que se quejaba dejando salir a través de sus labios un porfavor ahogado -pero te voy a dar por detrás- y hábilmente la volteó al mismo tiempo que se deshacía de sus calzoncillos -para estar borracho me muevo muy bien, ¿no?- preguntó, más como una afirmación y, buscando a tientas en medio de sus nalgas la penetró -nunca lograste corregirme, perra- susurró.

La media luz de la única lámpara encendida alumbró por un momento la espalda desnuda que se mecía bajo su cuerpo haciéndole sentir de nuevo la estupefacción del día de la ducha con su madre, un tajo limpio y corto hendía, bajo el omóplato derecho, la blanca piel de la niña; la erección desapareció -porfavorayúdame- alcanzó a escuchar esta vez. Pero él entonces ya se había puesto de pie y recorría con los ojos la gran sala del apartamento, buscando la ayuda que le pedía esa niña -pordiosquiéneres- se dijo mientras se cubría la boca con la mano y la sentía húmeda, y la sentía pegajosa, y la sentía roja… -¿roja?- una gran parte de la estancia donde yacían los cuerpos en posiciones orgiásticas estaba cubierta por una mancha -un lago- rojo que crecía luchando por alcanzarlo. Soltó un chillido leve y retrocedió varios pasos, asustado -no, no, no- repetía incansablemente mientras volvía a apoyar su espalda en la pared. La niñita había dejado de hablar y ahora sólo se escuchaba el leve siseo de lo que debía ser el aire residual en sus pulmones. Y el silbido; el idiota silbido de la culpa que resonaba en sus oídos. Un miedo imponente se le metió por la boca abierta y… ¿si todos están muertos? Y lo acometió luego un miedo mayor y… ¿si la única muerta es la niña?, tú la mataste, ¿la maté?; sentía los dedos señaladores y juzgadores de todos los que ahora estaban acostados y que luego estarían en las estaciones de policía hablando sobre la noche -sobre mi seguro desvarío a cierta hora y sobre la muerte de esa, de esa, de esa desconocida.

-Tengo que hacer algo. Tratar de recordar al menos- pensaba susurrando -mover el cuerpo antes de que todos despierten, ¿y la sangre? Qué hago con la sangre- temblaba mientras los pensamientos erraban por su mente, y tembló también, frente a sus ojos, una mano de las que sobresalían entre las espaldas y nalgas. Se movía buscando donde asirse para levantar el cuerpo al que estaba unida.

-nnno- articuló mientras sus ojos buscaban en el suelo -ya sabemos lo que buscamos- dijo el silbido -cuando encuentres lo que buscas no dudes en usarlo- cuando su mirada se encontró con el cuchillo, sintió su rostro sesgado por una sonrisa que no era la suya, una sonrisa retorcida por hilos extraños, y luego volvió a ser un niño, el niño sonriente encerrado en su cuarto con una compañera de la escuela, desnuda y maniatada; y en una esquina de la habitación…

Alargó su brazo hasta alcanzar la mano temblorosa y con una fuerza que no era la suya, lo levantó; era un joven de unos dieciocho años, con sangre embarrando sus muslos, totalmente desnudo y aparentemente desorientado, quiso abrir la boca -¿quieres preguntar algo, niño?- pero un tajo le abrió la garganta y un flujo de sangre con burbujas brotó instantáneamente de la herida. -A ver si le cuentas esto a la policía, niño

…a ver si le cuentas esto a la policía, niña, y con los dedos firmemente cerrados en la empuñadura del cuchillo para filetear marcaba su nombre sobre la blanca piel de su compañerita. Los gritos se hicieron oír apenas ahogados por el mantel de cocina que amordazaba su boca -que grite como la puerca que es, ¿cómo se atreve?, cochina, cochina, cochina. Sólo la invité a pasar, a tomar una limonada mi madre hizo sánduches para los dos, estábamos tranquilos, comiendo a gusto, no quería que esto pasara, luego me dijo que me amaba, y me plantó un beso en los labios y de repente ya estaba amarrada a la cama, desnuda y -cochina, cochina- siseó en sus oídos la voz de la culpa; y en la esquina de mi cuarto…

Un par de pasos fueron los que alcanzó a dar el muchacho, acercándose hacia su agresor, tomándose con ambas manos la garganta antes de caer como si los huesos se hubiesen licuado dentro de él. Al ver ese otro cuerpo a sus pies empezó a recordarlo todo. La fiesta de alguien y la llegada de los padres dueños de casa.

Su siempre consabida voz de mando: vamos todos a mi apartamento, yo vivo solo. La yerba que circulaba de boca en boca consumiéndose en el porro, la mesa de vidrio llena de coca; los besos entre todos y la ropa desapareciendo, uno que otro pero yo soy menor de edad, y el así es mejor saliendo de la boca de algunos, incluyéndose. Se recordaba a él mismo aprovechándose de cuanto se quedara dormido, tocando senos y penes y… mientras violaba a una de las niñitas de esa noche, ella había despertado, gritando y llorando, retorciéndose para librarse del peso de su cuerpo y el cuchillo había aparecido en su mano de un momento a otro, el mismo cuchillo que había viajado por la garganta de un chico, momentos atrás y que ahora viajaba de cuerpo en cuerpo, extinguiendo las vidas que aún quedaran vivas.

Pero los recuerdos no se quedaron ahí, fueron más lejos aún; llegaron hasta esa esquina olvidada y recordada de su cuarto infantil, cochinos, todos son unos cochinos, el siseo implacable que se colaba entre cordura y cordura, entre cuchillada y cuchillada; y la cara de su madre asomada desde esa esquina, desde esta esquina, viéndolo todo, manejando los hilos desde la oscuridad: Otra orgía, otro día; hoy te corregiré; tú la mataste, y está bien... sólo yo puedo amarte; a ver si le cuentas esto a la policía, niña; que grite como la puerca que es, ¿cómo se atreve a besarte así?, cochina, cochina, cochina; ¿vives solo?, ¿desde cuando hijito? Siempre con las piernas bien abiertas, la boca siseando y el pecho soltando el silbido ronco de los jadeos. Y el consolador eterno entrando y saliendo… marcando el ritmo de las cuchilladas.

lunes, abril 07, 2008

La zapatilla

Este piso es tan cómodo, ¿Por qué nunca antes me habré sentado en él? ¡ah!, es verdad, hoy ha sido por que me fallaron las rodillas y me caí. Es tan gracioso cómo no nos damos cuenta de tantas cosas hasta que nos toca vivirlas, o sea, nunca nos fijamos. Por ejemplo, a ras del piso, apoyando un poco la mejilla en el suelo, todo se ve tan grande, hasta esa zapatilla. Ahí está, enorme, clavando su taco en tu ojo, estampada en esa cara diabólica, en esa cara tan tuya que me pareció diabólica por un instante eterno.
La zapatilla me llamaba, ahí a ella, tan de madera, tan pesada y tan inmóvil, se le metió el diablo y me susurró: castígala, castígala. Nunca pensé que una zapatilla pudiera hablarme, peor aún obligarme a actuar; pero ahora viéndote ahí acostadita…
Y es que yo te compré el parcito más bonito que encontré. Necesito zapatillas para la fiesta de esta noche, me dijiste, y yo acabé de hacer la comida, me puse mi vestido más limpio para que me atendieran como a una persona en esa boutique de la esquina, tomé la paga que recibí por desmalezar el patio de la señora de Barrezueta y salí por las zapatillas. Compré las más costosas del lugar, a las niñas adolescentitas les gusta eso de que cuesten mucho… ¿no cierto? Y ya ves, no te gustaron. Son muy altas, y de madera mamá, a quién se le ocurre por dios, apuesto que ni siquiera viste mi vestido, es turquesa, tur-que-sa, y esas zapatillas son cafés, estás loca, no me las voy a poner. Y ahora tienes una ahí, donde sí te combina con tus ojitos cafés.

domingo, marzo 30, 2008

Memorias de una tarde en ambulancia

El sol entraba por la ventana mezclado con el sudor de los habitantes del centro; casi podía ver a los ancianos sentados en la plaza de la independencia, acabándose las vidas y almorzando sus jubilaciones. El tránsito avanzaba lentamente como era común al medio día, y dentro de mí la extraña urgencia de tener que llegar a algún lado sin demora, me acosaba; pero el lugar al que debía dirigirme no estaba en mi memoria. Lo olvidé todo. El cielo se paralizó al igual que el tráfico de la tarde y sentí una gota resbalar por mi sien.
Los cláxones empezaron a sonar queriendo sacarme del aletargamiento, la frecuencia de los pitos era desquiciante: primero uno corto, luego uno largo y al instante un concierto de bocinas que me perforaban los ojos, la nariz, la boca y los oídos. Estaba paralizado; eso sí, de oír sí lo oía todo, claro, con las orejas bastante embotadas, porque escuchaba algunas cosas y otras simplemente las percibía, lejanas. ¡Que muevan ese carro! gritaban afuera, ¡está deteniendo el tránsito, por dios! se escuchaba más allá; luego todo se retorcía y no alcanzaba a comprender nada.
Si no mueven ese carro ocurrirá algo malo, pensé cuando me di cuenta que yo también estaba estancado por el tráfico, y por un momento los recuerdos adquirieron cierta consistencia: era un accidente, en la calle alguien fue atropellado, recordé la gente, los murmullos de los transeúntes que se agolparon para ver al hombre ensangrentado, los fotógrafos del diario amarillista, los autos detenidos y el cuerpo, ¡oh, ese cuerpo!, en la calle, a ese cuerpo no lo recuerdo, solamente los gritos, y luego; luego me veo dirigiéndome hacia un vehículo, un carro blanco, y las luces, las luces rojas, y el blanco absoluto.
A ver, a ver, pensemos bien las cosas, pero sin asustarnos. Estamos impedidos de cualquier movimiento y lo veo todo blanco, he perdido la conciencia de alguna manera que ahora me es imposible precisar, escucho todo y parte de todo, pero no logro concatenar las ideas en mi cabeza. Un silbatazo me saca de mi conato de discernimiento, alcanzo a divisar un traje azul, ¡un policía! ¡Gracias dios, eres grande!, ahora preguntarle qué pasa, pero no puedo hablar, escucho mis propios balbuceos y siento cómo se derrama mi saliva por todas partes, tibia, húmeda ¡Muevan ese carro por favor! grita.
¡Que muevan esa lata o se muere! ¿O se muere?, ¿quién se muere? Me dieron ganas de gritar, pero mi boca no se abrió, o no se cerró, no recuerdo si estaba abierta o cerrada, pero me duele mucho, parece como si algo impidiera que la cerrara, estaba desesperado; y de repente ¡manos!, manos en mi cara tratando de mover algo, ¿un tubo? Un tubo blando que no me permitía cerrar la boca ni respirar… y una certeza cada vez más catalizada en mi cabeza… y las manos, y las voces, y la gente, y los cláxones… y el terror de no querer entender lo inevitable… ojos que me miraban con pena, con miedo y desesperación. Ahora se materializaban para mí dos paramédicos que trataban de sacarme, para llevarme ¿dónde?, qué habré hecho yo. Seguramente fui el atropellado que recordé; la inevitable asociación de los hechos me mostraba al fin la verdad, no recordaba con claridad mi cuerpo en la calle, acostado en un charco de sangre; pero imaginé mi columna rota y mis piernas quebradas, y las luces rojas encegueciéndome. Ahora sí escuchaba el ulular de la sirena. Ahora sí advertí que el tránsito retrasaba mi llegada al hospital y que era necesario trasladarme. Al sacarme del vehículo vi mi bata ensangrentada, giraron mi cuerpo y pude ver a otro enfermero que subía a ponerse tras el volante mientras abrían las puertas traseras para acostarme al lado del hombre atropellado.
Está catatónico fue lo siguiente que escuché, la voz era de uno de mis compañeros que hablaba con otro mientras me señalaban: era su primer día como conductor de la ambulancia, entró en shock luego de ver el cuerpo, condujo varios metros y detuvo el carro; se mordía la lengua tan fuerte que casi se la arranca…

domingo, marzo 02, 2008

Mientras te observo

Nunca la vi tan enamorada, le conocí cien, doscientos o trescientos amantes, pero nunca la vi tan enamorada como hoy; y puede que yo no sea el último hombre que amará, puede que haya aún muchos más después de mí, pero el regusto de ser el primero no me lo quitará nadie, jamás; hoy me ama a mí más que a ninguno de los otros y mientras miro cómo caen de sus manos las rodajas de zanahorias al caldo y cómo se fríen las especias y las cebollas en el refrito del sartén, preparo mis labios para su boca.

María Evangelina era su nombre, siempre quiso no ser aceptada, pero, y sin temor a equivocarme, la aceptaban muy bien donde quiera que iba. Siempre fue de esas mujeres que provocaban chorros de babas en bocas de hombres invariablemente dispuestos; los perros ladraban a cada transeúnte que pasaba, pero a Eva le rendían pleitesía; llovía en toda la ciudad, las gotas caían sobre carros, personas y calles, pero el agua a ella no la tocaba, se evaporaba en una nube rosada que quedaba flotando a su alrededor; las mujeres la envidiaban un poco, pero también la amaban, yo me daba cuenta al ver las miradas de rapapolvo dirigidas a sus deseos más reprimidos, la lesbiandad afloraba en ellas cuando veían los senos firmes gritando bajo su marinera; cuando Eva paseaba su cuerpo, delgado y perfecto, junto a las mujeres, era inevitable compararlas: las plebeyas y la reina.
Veinticinco años fueron los que viví al lado de su casa, la vecinita de los ojos azules que desde niña fue destinada a grandes cosas: el modelaje, la actuación, los lujos, los hijos de los patrones de mi papá, los ramos de rosas gigantescos que desde la niñez a la juventud, llegaban a su puerta. Yo la espiaba día y noche, pedí por mi cuarto cumpleaños unos binoculares, por mi décimo cumpleaños un telescopio, por mis quince años una cámara fotográfica y por mis veintes una cámara filmadora; establecí en el cuarto de baño un estudio de revelado fotográfico, las fotos primeras de ella levantándose por las mañanas, las fotos segundas de su cuerpo desnudo en la ducha y su pecho blanco dibujando unos senos pequeñitos, las fotos terceras de su desnudez cubierta poco a poco por telas que no la merecían, las fotos cuartas, las fotos décimas, las cientos de imágenes de ella a lo largo de su vida adornaban las paredes de mi habitación, y yo, que no conocí ninguna mujer antes ni después de ella, me masturbaba todas las tardes viendo cómo mi niña se convirtió en mujer ante mis ojos, viendo cómo su pubis se llenaba de vellos negros y cómo empezó a rasurarse las piernas, cómo se masturbaba ella también a medida que se descubría hermosa frente al espejo de su cuarto. Los caséts de betamax arrumados en una esquina de mi habitación hablaban de mi idolatría por ella, su baja definición me hacían preferir las fotos para mis tardes de oficios manuales; pero ahí estaban ellos, recordándome que yo era quien más la conocía y quien más la amaba. Mis observaciones no se limitaban a la ventana de mi casa, muchas veces la seguía en sus citas y miraba como los pendejos ricachones tocaban su cuerpo y besaban sus labios, ellos no podían ver la verdad, la tristeza que escondía su rostro era sólo visible para mí… y para sus padres que la tarde de sus veinticincos le regalaron uno de esos perros que tienen más papeles de los que necesitan, no voy a negar que era hermoso el perro ese y ella cambió sus ojos tristes por ojos de alegría, una alegría que no le duró mucho porque a la tercera semana el animal desapareció, sobra decir que su casa organizó una búsqueda tan organizada y exhaustiva que si no apareció nunca el perro, solamente podía ser porque había tomado un avión y salido del país.
Desde ese día, mi niña, que con el paso de los años se había dado cuenta de mi labor de espía, mandó enladrillar su gran ventana y meses después se mandó ella misma a mudar a un apartamento en el centro de la ciudad; me costó mucho volver a dar con su dirección, porque sus padres se negaban a darme alguna explicación, o siquiera a dirigirme la palabra, al parecer Eva les había contado lo de mi atracción por las fotografías. Al final no necesité de ninguna indicación de parte de ellos ni de nadie, varios meses después, al salir un día hacia la calle encontré en un poste la foto de un gato con nombre, desaparecido decía, y al pié de la misma un número de teléfono y la indicación: preguntar por María Evangelina. Era la primera vez que iba a escuchar su voz tan cerca, pensaba mientras esperaba el sonido indicador de que el aparato había sido descolgado del otro lado de la línea, ¿Aló? se escuchó por el teléfono. Hola María dije yo, ah, disculpa pero María salió, estás hablando con su compañera de cuarto, ¿quieres dejarle algún mensaje?... eeeh, titubeé, esteee, no, sólo que encontré a su gato y me gustaría saber la dirección para llevárselo…
La habitación que conseguí frente a su edificio no era muy cómoda para mí, pero mi telescopio, mis cámaras y mis fotos estaban a gusto y el baño era suficiente para instalar mi centro personal de revelado.
María y su compañera eran muy amigas y aparentemente se querían mucho, mis fotos empezaron a tomar una tónica cada vez más pornográfica a medida que pasaban los meses. Hombres iban y venían, y mientras más hombres tenía, su belleza se acrecentaba, su fuente de juventud eran ellos y ella, su muy amiga. Sin embargo, a través de sus sonrisas se adivinaba la tristeza, era una tristeza lejana, como una neblina espesa que ocultaba su realidad; solamente yo podía verlo… yo y su compañera de cuarto que al cumplir Eva los veintiséis le regaló un perro casi idéntico a su primera mascota, verla sonreír así tan transparentemente, me llenaba de más amor del que me conocía. Lamentablemente esa alegría no duró demasiado, dos meses después el perro escapó del apartamento y nadie lo volvió a ver. Ella se sumió en una depresión tal, que empezó a comer en demasía, no salía de casa y pasaba horas en la cocina, deshuesando y cortando, fileteando y licuando, hartándose de carne y de caldos. Cocinar era lo único que la hacía feliz, ese gusto por encender la llama, echar el aceite y freír una parte cualquiera de cualquier parte le llenaba la boca de sonrisas. Yo seguía fotografiándola y masturbándome con sus fotos, veía su transformación y cómo iba inflamando las mejillas a medida que pasaban los años, cada vez eran menos los amantes y ni su propia muy amiga la besaba o la tocaba; sin embargo no se rendía, había notado lo feliz que a María la hacían los animalitos y a los pocos meses de escaparse el perrito le regaló otro gato, que desapareció al mes, luego un grupo de diez pajaritos que al parecer huyeron al tratar de darles de comer; era increíble cómo ni los animales querían estar con ella. Eva la seguía amando, tanto o más que a sus animalitos perdidos.
La resistencia de su compañera de cuarto llegó a su límite cierto día en que, abriendo el refrigerador, se dio la vuelta y comenzó a gritar sin control, aparentemente ya harta de que hubiese tanta comida ahí, como un desquiciada se fue hacia la puerta con intenciones firmes de abandonarla mientras Eva le gritaba que la amaba, que la amaba más que a nada y más que a nadie, que era la primera y última mujer que amaba, que la perdonara y que no se fuera. Pero se fue. Esa noche no terminé de ver la discusión, era muy tarde ya y el sueño me venció, pero al despertarme su compañera ya no estaba ahí y Eva cocinaba con más frenesí que nunca, lloraba y sus lágrimas caían sobre la carne sazonada mientras gritaba un te amo quebrado por el dolor.

Sé que me observas decía el letrero apoyado en el cristal de la ventana, cierta tarde en la que, asomándome al telescopio, me dispuse a buscarla en la pieza. Y la vi a ella mirándome con unos binoculares y sosteniendo otro letrero que rezaba he aprendido a amarte.

Al entrar en su habitación me invadió la nariz el olor a especias que siempre me imaginé que tendría; yo la seguía viendo tan hermosa como hace diez años, tan simple, y ahora tan transparente ante mis ojos. La mesa estaba puesta y la noche que llegaba por la ventana auguraba el triunfo que había esperado por casi treinta años. Conversamos durante horas, mientras ella iba y venía revisando el horno, me contó sobre sus andanzas en cuerpos siempre ajenos y siempre falsos, sobre la fidelidad y el amor que había encontrado únicamente en los animales y en su amiga, a la que se refería como aquella a quien tanto amé. Le dije un te amo temeroso y ella me dijo un te amo seguro. Se acercó a mi, con tal rapidez, a pesar de su voluminoso cuerpo, que no pude más que cerrar los ojos y esperar su beso, me lo imaginé tibio, húmedo y mío, sobre todo mío.

Nunca la vi tan enamorada, le conocí cien, doscientos o trescientos amantes, pero nunca la vi tan enamorada como hoy; y puede que yo no sea el último hombre que amará, puede que haya aún muchos más después de mí, pero el regusto de ser el primero no me lo quitará nadie, jamás; hoy me ama a mí más que a ninguno de los otros y mientras miro, a través de estos barrotes, cómo caen de sus manos las rodajas de zanahorias al caldo y cómo se fríen las especias y las cebollas en el refrito del sartén, preparo mis labios para su boca y ella prepara su boca para mi cuerpo. Las cabezas de sus mascotas antes ocultas en el refrigerador cuelgan ahora en la pared, sus pieles adornan el piso que nunca pude ver desde mi ventana y el cuerpo de su compañera, vaciado y secándose, adorna la parte superior de su chimenea falsa. El golpe en la cabeza me duele un poco aún, nunca vi el sartén en su mano hasta que sentí el dolor y, mientras espero ser cortado para la cena, siento el orgullo de haber logrado ser suyo.

domingo, enero 27, 2008

Obra Cumbre

Ya era bastante raro escuchar ruidos como de albañiles trabajando y martillazos y agua corriendo y gente caminando ajetreadamente y ruidos de una construcción en general; y fue aún más raro cuando, habiendo estado encerrado en su apartamento por diez días mientras terminaba de escribir su obra cumbre, como acostumbraba referirse a ella, saliera a caminar por el condominio y se encontrara en el centro del patio comunal un cubo de cemento de unos cincuenta metros cuadrados, nada estético por cierto: era como una pequeña cárcel, con una puerta y sin ventanas, con un único letrero amarillo donde podía leerse escrito con letras grandes y rojas: “Vida de Jorge Estuardo Ramírez López”. Él era Jorge Estuardo Ramírez López.
Empezó a caminar alrededor de la edificación y la examinaba como si fuera un elefante con cabeza de jirafa, su asombro era evidente y lo fue aún más cuando al acercar su mano a la puerta, para examinar si era real lo que estaba viendo, esta se abrió; así que entró.
Un pasillo largo lo recibió, no había sillas pero si ventanillas como la de los bancos y en cada ventanilla estaba apostada una niña de unos once o doce años, con el cabello negro y el rostro pálido con unos desmesurados ojos abiertos de par en par; tenían una calculadora en una mano y un lápiz en la otra. Cada vez que se acercaba a una de las ventanillas las niñas escribían más rápido y apretaban las teclitas de la calculadora con más eficiencia; sin embargo al estar a una distancia que le permitía leer lo que ellas escribían, estas bajaban una persiana corrediza y Jorge no alcanzaba a leer nada.
El llegar al final del pasillo se encontró una oficina sin muebles, era una oficina porque el letrero en la puerta abierta rezaba: “oficina”, había cientos de columnas de hojas de papel, una sobre otra y en el centro de las mismas estaba él, bueno más bien era alguien parecido a él, el de la oficina estaba calvo y desnudo y, sentado en el suelo con una máquina de escribir, tecleaba rápidamente. Cogió una de las hojas apiladas y leyó algo sumamente extraño: Si mi destino es morir al salir, entonces no saldré jamás, y muchas otras frases inconexas. No entendía nada hasta que encontró escrito un pasaje de su niñez que creía olvidado: estaba en casa con sus padres y ellos le pidieron que se sentara a comer a la mesa con ellos, él no tenía hambre así que les dijo que saldría por un momento, al volver encontró la casa incendiándose y a los bomberos luchando por controlar las llamas. Siempre se arrepintió de no haberse quedado con ellos, los amaba y hubiera preferido morir con ellos.
Así página a página fue repasando con la mirada las decisiones más relevantes de su vida, la adolescencia con sus novias, la madurez y el desempleo, su matrimonio, su divorcio, la lucha perdida por la custodia de sus hijos, las novelas jamás escritas y la finalización de su obra cumbre, los minutos vividos antes de entrar en el cubo de cemento en el que se encontraba y a él mismo, siendo tipeado en la máquina de escribir ese mismo instante, mientras leía y recordaba. Se acercó a él mismo, al más viejo y le tocó el hombro, sin dejar de escribir este levantó la cabeza y le regaló una sonrisa, empezó a escribir más rápido y bajó la mirada hacia el texto como instando a Jorge a leer, este leyó que se quedaría allí unos minutos más, averiguaría todo lo referente a lo que estaba pasando y saldría a escribir una novela sobre su experiencia, este viejito me está mostrando el futuro pensaba, al salir del cubo con su decisión de escribir la novela, un bloque de piedra caería sobre su cabeza y moriría. Debo esquivar el golpe, pensó, pero el viejito escribió acertadamente: pensó que podía esquivar el golpe, pero en la vida ya todo está escrito, así que al salir olvidó todo lo sucedido y el bloque lo mató, el no podía morir así, aún le faltaba el Nóbel de escritura, así que tomó la cabeza del viejito entre sus dos manos y con un giro violento le rompió el cuello. Si mi destino es morir al salir, entonces no saldré jamás tipió en la hoja de papel, y se sentó a escribir sobre su vida futura.